Guy de Maupassant 1850 - 1893 |
La puerta
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Hagamos un pase rápido sobre los ciegos. Estos en absoluto son serviciales puesto que no saben lo infelices que son, nunca ven más lejos de sus narices. Por otra parte, una cosa curiosa, e interesante de apuntar, es la facilidad de los hombres, e incluso de las mujeres, de todas las mujeres, para dejarse engañar.
Nos sorprenden con las más pequeñas astucias todos los que nos rodean, nuestros niños, nuestros amigos, nuestros criados, nuestros proveedores. La humanidad es crédula y nosotros no gastamos en sospechar, adivinar y desbaratar las destrezas de los otros, ni la décima parte de la sutileza que utilizamos cuando queremos, cuando nos toca engañar a alguien.
Los maridos clarividentes pertenecen a tres razas. Los que tienen interés, un interés económico, ambición, o bien los que su mujer tiene un amante o amantes. Los que quieren, poco más o menos, únicamente salvaguardar las apariencias, y están satisfechos de ello. Los que rabian. Se haría una hermosa novela sobre ellos. En fin, ¡los débiles! los que tienen miedo del escándalo.
Hay también los impotentes, o más bien los fatigados, que huyen del lecho conyugal por temor a un síncope o a una apoplejía y que se resignan con ver a un amigo correr riesgos.
En cuanto a mí, he conocido un marido de una especie bastante rara y que se ha defendido de todo esto de una forma espiritual y rara.
Yo había conocido en París un matrimonio elegante, mundano, muy liberal. La mujer, activa, alta, delgada, muy encorsetada, pasaba por haber tenido aventuras. Me gustó por su espíritu y creo que yo también le gusté. Le hice la corte, una corte a prueba, a la que ella respondió con provocaciones evidentes. Pronto llegamos a las miradas tiernas, las manos cogidas, a todas las pequeñas galanterías que preceden al gran ataque.
Sin embargo, yo dudaba. Creo, en resumen, que la mayor parte de las uniones mundanas, inclusive las muy cortas, no valen el mal que nos producen ni todas las preocupaciones que de ellas pueden resultar. Yo comparaba, pues, mentalmente, los atractivos e inconvenientes que podía esperar y temer cuando creí darme cuenta de que el marido sospechaba de mí y me vigilaba.
Una tarde, en el baile, mientras yo le decía cosas tiernas a la joven en un saloncito contiguo a los grandes donde se bailaba, percibí de repente, en un espejo, el reflejo de una cara que me espiaba. Era él. Nuestras miradas se cruzaron; después lo vi, siempre en el espejo, girar la cabeza e irse.
Murmuré:
-Su marido la espía.
Ella pareció estupefacta.
-¿Mi marido?
-Sí, varias veces nos ha estado vigilando.
-¡Vamos! ¿Está usted seguro?
-Muy seguro.
-Qué extraño. Al contrario, ordinariamente se muestra de lo más amable con mis amigos.
-¿Puede ser que haya adivinado que la amo?
-¡Vamos! Usted no es el primero que me hace la corte. Toda mujer un poco de buen ver colecciona un rebaño de pretendientes.
-Sí. Pero yo la amo profundamente.
-Admitiendo que esto fuese verdad, ¿acaso un marido adivina nunca este tipo de cosas?
-Entonces, ¿no es celoso?
-No... no...
Ella reflexionó ciertos instantes y después siguió:
-No, nunca noté que fuera celoso.
-¿Nunca la ha... nunca la ha vigilado?
-No... Como le decía, es muy amable con mis amigos.
A partir de ese día le hice la corte más regularmente. La mujer no me gustaba mucho, pero los celos probables del marido me seducían bastante.
En cuanto a ella, la juzgaba con frialdad y lucidez. Tenía un cierto encanto mundano que provenía de un espíritu alerta, alegre, amable y superficial, pero ningún tipo de seducción real y profunda. Era, como yo le había ya dicho, una casquivana, siempre fuera, con una elegancia un poco ostentosa de más. ¿Cómo explicárelo...? Era... era.... un decorado, nada hogareña.
Ahora bien, un día, como yo había cenado en su casa, su marido, en el momento en que me retiraba, me dijo:
-Querido amigo -me trataba como a un amigo desde hacía algún tiempo-, nosotros vamos a irnos pronto para el campo. Ahora bien, sería un gran placer, para mi mujer y para mí, recibir allí a la gente que apreciamos. ¿Aceptaría pasar un mes con nosotros? Sería muy amable por su parte.
Quedé estupefacto pero acepté.
Así que, un mes más tarde llegué a su casa en la propiedad de Vertcresson, en Touraine.
Me esperaban en la estación, a cinco kilómetros del castillo. Eran tres: ella, el marido y un señor desconocido, el conde de Morterade, a quien fui presentado. Éste pareció contento de haberme conocido, y las ideas más extrañas pasaron por mi espíritu mientras que seguíamos al trote un hermoso camino profundo, entre dos filas de verde hierba.
Yo me decía: Veamos, ¿qué quiere decir esto? He aquí un marido que no puede dudar de que su mujer y yo estemos tonteando, y él me invita a su casa, me recibe como a un íntimo y parece decirme: "¡Vamos, vamos, querido, el camino está libre!".
Después me presentan a un señor, muy distinguido a fe mía, instalado ya en la casa y... y que busca tal vez dejar de serlo, y que parece tan contento como el marido con mi llegada.
¿Se trata de un anciano que busca su retiro? Podría ser. Pero, entonces, ¿los dos hombres estarían pues de acuerdo, tácitamente, por medio de uno de esos hermosos pequeños pactos infames tan comunes en la sociedad? Y me proponen, sin decirme nada, entrar en la asociación, tomando el relevo. Me tienden las manos, me tienden los brazos. Me abren todas las puertas y todos los corazones.
¿Ella? Un enigma. Ella no debe, no puede ignorar nada. ¿Sin embargo?... ¿sin embargo?... He aquí que... ¡Yo no entiendo nada!
La cena fue muy alegre y cordial. Cuando dejábamos la mesa, el marido y su amigo se pusieron a jugar a las cartas mientras que yo iba a contemplar el claro de luna, sobre la escalinata, con la señora. Parecía muy turbada por la naturaleza y yo juzgué que el momento de mi felicidad estaba próximo. Aquella tarde la encontré realmente encantadora. El campo la había enternecido, o más bien debilitado. Su alargada estatura delgada aparecía hermosa sobre la escalinata de piedra, al lado del enorme jarrón con una planta. Tenía ganas de arrastrarla bajo los árboles y de arrojarme a sus pies diciéndole palabras de amor.
La voz de su marido gritó:
-¿Louise?
-Sí, querido.
-Olvidas el té.
-Ya voy, querido.
Entramos y ella nos sirvió el té. Los dos hombres, acabada su partida de cartas, tenían visiblemente sueño. Tuvimos que subir a nuestras habitaciones. Yo me dormí muy tarde y muy mal.
Al día siguiente se decidió una excursión por la tarde y marchamos en landó descubierto para ir a visitar unas ruinas cualesquiera. Ella y yo estábamos al fondo del coche y ellos en frente de nosotros, de espaldas.
Hablábamos animadamente, con simpatía, con abandono. Yo soy huérfano y me parecía que acababa de encontrar a mi familia dado que me sentía como en mi casa al lado de ellos.
De repente, como ella había extendido su pie entre las piernas de su marido, él murmuró con aire de reproche:
-Louise, te lo ruego, no uses tus viejos zapatos. No hay razón para cuidarse más en París que en el campo.
Yo bajé la mirada. Ella llevaba, en efecto, unos viejos botines torcidos en los tacones y me di cuenta de que sus medias no estaban para nada estiradas. Ella había enrojecido retirando su pie bajo el vestido. El amigo miraba a lo lejos con aire indiferente y como ajeno a la situación.
El marido me ofreció un cigarrillo que acepté. Durante varios días me fue imposible estar a solas con ella ni dos minutos, ya que él nos seguía a todos los lugares. Por otra parte, esto era delicioso para mí.
Ahora bien, una mañana, como había venido a buscarme para dar un paseo a pie antes de comer, llegamos a hablar del matrimonio. Dije algunas frases sobre la soledad y algunas otras sobre la vida común que se vuelve maravillosa por la ternura de una mujer. De repente me interrumpió:
-Amigo, no hable de lo que no conoce en absoluto. Una mujer que no tiene interés en amarlo, no lo ama mucho tiempo. Todas las coqueterías que las hacen exquisitas cuando no nos pertenecen definitivamente, cesan tan pronto como son nuestras. Y después, por otra parte... las mujeres honestas... es decir, nuestras mujeres... son.... no son.... les falta.... en fin, no conocen suficientemente su oficio de mujer. Bueno... yo me entiendo.
No dijo nada más sobre esto y no pude adivinar exactamente su pensamiento.
Dos días después de esta conversación me llamó a su habitación, muy temprano, para enseñarme una colección de grabados.
Me senté en un sillón, en frente de la puerta grande que separaba su apartamento del de su mujer, y detrás de esta puerta escuché andar, moverse, y casi ni pensaba en los grabados, exclamando:
-¡Oh! ¡Maravilloso! ¡Exquisito, exquisito!
Él dijo de repente:
-¡Oh! ¡Pero si tengo una maravilla al lado! .Voy a buscársela.
Y se precipitó sobre la puerta cuyos dos batientes se abrieron completamente como por un efecto teatral.
En una sala grande en desorden, en el medio de faldas, cuellos, corpiños sembrados por el suelo, un ser grande y enjuto, despeinado, la parte inferior del cuerpo cubierta con una vieja falda de seda ajada que ceñía su talle delgada, cepillaba delante de un espejo unos cabellos rubios, cortos y escasos.
Sus brazos formaban dos ángulos puntiagudos y a la vez que se giraba espantada, vi bajo una camisa de tela vulgar, un cementerio de costillas que una falsa pechera de algodón disimulaba en público.
El marido emitió un grito muy natural, volvió a entrar cerrando las puertas y con aire afligido:
-¡Oh!, Dios mío! Mira que soy estúpido! ¡Oh! ¡Realmente soy tonto! Esta es una equivocación que mi mujer no me perdonará jamás!
Yo tenía ganas de darle las gracias.
Me fui tres días después, tras haber apretado intensamente las manos de los dos hombres y besado la de la mujer, que me dijo adiós fríamente.
Karl Massouligny se calló.
Alguien preguntó:
-Pero, ¿quién era el amigo?
-No sé... Sin embargo... sin embargo parecía desolado por verme partir tan rápido.
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