Durante la década pasada, la Europa democrática construyó una imagen de Rusia que correspondía a la de un país inmerso en un tan intenso como irreversible proceso de modernización político, económico y social. El desarrollo económico, se auguraba, crearía una sociedad de clases medias donde, como en tantos otros lugares de la Europa de la posguerra fría, los individuos aspirarían a realizarse como personas en un marco de libertad, derechos y prosperidad compartida. Como es propio de las sociedades democráticas, en esa sociedad, los aparatosdel Estado, tan omnipresentes en la historia de Rusia, verían su protagonismo disminuido a favor de los ciudadanos, las empresas y los consumidores, que serían, por fin, tanto los protagonistas como los dueños de su futuro. Muchos soñaron incluso, si no con la adhesión de Rusia a la Unión Europea, con el establecimiento de un marco tan estrecho de relaciones en el que cupiera “todo menos las instituciones”.
Aunque retrospectivamente pudiera parecer que este análisis confundía los deseos con la realidad, este devenir de los acontecimientos era sumamente plausible. El presidente Dmitri Medvédev no sólo parecía empeñado en la modernización del país, lo que suponía cambiar el modelo del crecimiento desde uno basado en la extracción y exportación de materias primas a una sociedad de servicios abierta al conocimiento y la innovación, sino que contaba para ello con el concurso de socios estratégicos claves. Alemania, con su increíble capacidad exportadora e inversora, pero también el resto de la comunidad occidental, deseosa de hacer un hueco a Rusia en instituciones como el G-7, lograrían poco a poco la inserción de Rusia el sistema político y económico multilateral.
Aunque muchos no lo percibieran entonces (ahora sí que resulta evidente), ese espejo ruso se rompió en septiembre de 2009 cuando Vladímir Putin, que ya había completado dos mandatos como presidente, anunció su intención de presentarse como candidato a la presidencia en las elecciones que se celebrarían en 2012. El propio Mijaíl Gorbachov, que en el pasado había alabado a Putin como un modernizador, mostró públicamente su preocupación por este giro que tomaba la política rusa y pidió a Putin que reconsiderara su decisión. Proféticamente, Gorbachov anticipó que la reelección de Putin ahondaría el impás en el que se encontraba el proceso de modernización económico y significaría la pérdida de cinco años cruciales. Un retrato que representaba a un Putin en el año 2025, envejecido y en uniforme militar plagado de medallas, corrió como la pólvora por la blogosfera y las redes sociales rusas: Putin se había transfigurado en Leónidas Bréznev, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética entre 1964 y 1982, máximo representante del estancamiento y del inmovilismo que llevó a la URSS al colapso.
No ha hecho falta que pasaran cinco años para constatar hasta qué punto las preocupaciones de Gorbachov iban en la línea correcta. Desde su elección en 2012, tan duramente reprimida y contestada por una parte de la población rusa, que si bien minoritaria numéricamente representaba el embrión de la Rusia moderna y abierta al mundo que todos esperábamos ver, Putin se ha aplicado tan concienzuda como sistemáticamente a hacer añicos ese espejo y a bloquear cualquier perspectiva de modernización del país. Así, en lugar de abrir la economía al exterior y buscar la creación de una clase empresarial independiente, ha preferido concentrar el poder político, económico y mediático en manos de una reducida élite de amigos, oligarcas y excompañeros del KGB. Aquí sí cabe hablar de “élite extractiva”, una élite que bloquea el progreso político y económico del país por algo que cada vez tiene que ver menos con la ideología y cada vez más con razones puramente personales: con la actual estructura económica, esa élite es perfectamente consciente de que la modernización del país implicaría su salida del poder. Aunque algunos intelectuales orgánicos así nos los quieran hacer ver, el abrazo de la religión ortodoxa y del nacionalismo panruso por todos estos exdirigentes del KGB y corruptos oligarcas ha de verse menos desde la introspección en los insondables misterios del alma y de la civilización rusa y más como una estrategia de manipulación ideológica al servicio de la supervivencia personal. El régimen de Putin, mediante una sin igual concentración de poder económico y mediático, ha logrado una hazaña que figurará para siempre en los anaqueles del autoritarismo: lograr la legitimación democrática y popular (porque Putin es, sí, muy popular) de una oligarquía extractiva que debe su existencia precisamente al solapamiento de un intenso autoritarismo político, una extrema desigualdad social y una exagerada concentración de la riqueza.
Poco a poco, Rusia ha quedado convertida en un petro-Estado, un ente estatal que no sólo construye su poder sobre las materias primas sino que puede, sobre esta base, ignorar las demandas de modernización política, económica y social de su sociedad. La llamada “maldición de los recursos” ha creado en Rusia un singular híbrido: algo a medio camino entre una boli-Venezuela donde las rentas del petróleo y el gas se utilizan para construir la base de apoyo social que el régimen necesita para mantener una fachada democrática y una monarquía petrolera que ancla su legitimidad en un rancio nacionalismo que se hunde en la religión, la cultura y los mitos histórico-bélicos. Desde la manipulación de los medios de comunicación al hostigamiento a las organizaciones independientes de la sociedad civil o a los movimientos sociales (homosexuales incluidos), pasando por el férreo marcaje a las influencias extranjerizantes o la reivindicación tanto del zarismo como de su antónimo, la época soviética, Putin se ha convertido en un obseso de la identidad y de la construcción nacional.
El politólogo Iván Krastev sostiene que para entender a Putin hay que entender cómo piensa un agente del KGB. Su trabajo, al contrario que el de los militares o el de los aparatchiks de los partidos comunistas, no es el de crear estructuras jerárquicas y mantenerlas bajo control, sino infiltrarse en ellas y capturarlas pero, a la vez, mantener la apariencia de un normal funcionamiento. Para tener éxito en esa tarea es fundamental entender cuáles son las motivaciones y aspiraciones últimas de las personas. Y ahí es donde Putin ha demostrado su genialidad: a los que querían dinero los ha colmado de bienes y a los que anhelaban una identidad les ha devuelto la autoestima perdida. Ese viejo operativo del KGB que confiesa que siempre quiso ser agente secreto ha firmado así su más brillante operación: reclutar a Rusia como agente doble para que, aparentando que sirve a los rusos, permita a estos exagentes del KGB mantenerse en el poder y controlar los aparatos del Estado y sus palancas económicas y mediáticas.
Si algo hay que criticar a Gorbachov es que su visión se quedara corta. Pues Putin no se ha limitado administrar el estancamiento de Rusia de forma roma y aburrida, digamos a la Bréznev. Como estamos viendo en estos últimos meses, se ha afanado en construir una Rusia irredenta y revisionista que ha terminado por generar un inmenso problema de seguridad a sus vecinos europeos. Al considerar a sus vecinos como vasallos obligados a colaborar en la creación de una esfera de influencia que garantice la viabilidad de una Rusia independiente y distinta de Occidente, Putin ha ligado su destino al de Ucrania, no pudiéndose permitir perder la pieza clave de su proyecto euroasiático. Así, ha quedado encerrado en un callejón donde no puede avanzar ni retroceder: si avanza más, entrará en una confrontación económica con Occidente que debilitará a su petro-Estado, empobrecerá a los oligarcas e irritará a la opinión pública; si retrocede y deja abandonados a sus acólitos del este de Ucrania, será criticado por haber vendido cobardemente el alma y la identidad rusa a cambio de unas pocas monedas. Vaya a donde vaya, lo que está claro es que un líder que ha construido toda su carrera política sobre el deseo de vengar las humillaciones sufridas por Rusia, no permitirá acabar humillado.
Leído en http://elpais.com/elpais/2014/08/05/opinion/1407242954_398792.HTML
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