Hace mucho tiempo que se veía venir. Desde que las piedras empezaron a enfrentarse a las balas en la primera Intifada, Israel comenzó a perder el combate de la razón para una gran parte del mundo. Y ahora, este conflicto asimétrico ha resultado ser el más firme y fiel exponente de la actual crisis de liderazgo mundial.
La historia de todos, la de Israel y la de los países árabes, es deliberadamente confusa y en gran medida falsa. No estaba escrito que tuvieran que ser enemigos como han acabado siéndolo. Pero sí es evidente que el conflicto árabe-israelí ha sido durante todos estos años una buena manera de regular las presiones impresas y expresas sobre el petróleo.
Israel realmente nació en el Valle de Elah el día en el que David, con la ayuda de Dios (para los creyentes), derrotó a Goliat. Después, los hebreos, gracias a la figura de Moisés que los liberó de la esclavitud en Egipto, pasaron a considerarse el pueblo elegido.
A partir de ese momento, ha habido no uno, sino muchos Israeles, y un pecado original entre lo que significa ser hijos de David y, sin embargo, tener un comportamiento y una actuación como si vistieran la armadura de Goliat.
Es injusto para todos quienes viven en el centro y sur del país, para todos aquellos que presencian una aurora boreal permanente de misiles lanzados desde la Franja de Gaza, que se les considere los agresores y no los agredidos, por pertenecer a un Estado que ha hecho de su poderío militar y de inteligencia su principal industria.
Es un grave problema -y en la vida y en la política no existe "lo fácil"-, que sería distinto si no fuera coincidente con el mayor desgobierno que el mundo ha conocido desde el final de la Primera Guerra Mundial.
Woodrow Wilson y Barack Obama siempre tendrán algo en común, además del Premio Nobel de la Paz: sin duda alguna, han sido dos presidentes con grandes intenciones, pero con reales fracasos.
El primero no pudo porque murió antes de la aprobación de la Carta de Naciones Unidas. Del segundo no hay que olvidar su famoso discurso en la Universidad de Al-Azhar de El Cairo cuando habló de establecer una nueva relación con el mundo musulmán que, poco después, se levantó con un rugido de libertad: la 'primavera árabe'. Y vino la primavera, después llegó el otoño y ahora estamos en el invierno de las dictaduras, otra vez. Con ese panorama, el mundo tiene que decidir qué es lo que hay en juego.
En Gaza, no está en juego la represión contra cerca de dos millones de ciudadanos palestinos, sino que se trata de la avanzadilla de nuevas formas de lucha.
Las tácticas de Hezbolá y Hamás, uno en Líbano y otro en Gaza, aunque unos sean chiíes y otros suníes, persiguen el mismo fin: la destrucción de Israel, lo que les conecta más en el fondo con el extremismo iraní que con la coexistencia con la Autoridad Palestina. Fue en la segunda guerra de Líbano en 2006, cuando la milicia libanesa empezó a utilizar el método que ahora practica Hamás: lanzamiento de cohetes, secuestro de soldados y siembra del terror.
Israel es hoy un país más inseguro. Se ha roto esa razonable tranquilidad que se vivía desde 1968, pese a Yom Kippur y a que, desde su proclamación como Estado, todas las generaciones de israelíes han tenido que luchar en una guerra. Ahora tienen miedo. Y no hay que olvidar que el ser humano sólo es peligroso cuando se siente inseguro.
Es una gran derrota para el mayor complejo de información militar y civil del mundo. Resulta difícil de entender cómo a pesar de tener ese inmenso presupuesto militar y uno de los mejores servicios de inteligencia, el Estado israelí haya podido permitir que se construyan delante de sus narices túneles con cemento, tendido eléctrico y capacidad de disparar unos misiles que llegaron -pese al bloqueo- por mar desde Irán, según fuentes israelíes.
Israel se siente hoy más frágil por las nuevas técnicas de lucha. Y como pasó con Hezbolá y Líbano, resistir es vencer para los débiles. La victoria de Hamás es evidente, lo mismo que aquel sueño que tuvo Ariel Sharon, el día que decretó la desconexión de la Franja, se ha convertido en el mayor problema, junto con el establecimiento de los nuevos territorios, para un Gobierno de Israel que tiene que optar entre hacer de Gaza ya no un nuevo Soweto, sino convertirla en tierra quemada o acostumbrarse a que debajo de cada centímetro cuadrado de Eretz Israel puedan aparecer los comandos especiales de Hamás, atacando por la espalda a un país que es incapaz de soportar más inseguridad.
Antonio Navalón es periodista, escritor y CEO de America 2010.
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