Cuando un gran acontecimiento, sobre todo, vinculado con el ejercicio del poder marca un quiebre en la historia de un país o representa un cambio de paradigma, no falta la imagen, la escena o la ceremonia -natural o artificial- que lo significa. Un símbolo que, por la fuerza de lo que representa, se constituye en un signo, señal que no deja lugar a dudas. Una suerte de mojonera clavada no en el espacio, sino en el tiempo.
De representaciones de esa índole está plagada la historia. En la memoria reciente, ahí está la escena donde la población iraquí, con apoyo de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, derriba la estatua de Saddam Hussein, arrancándola de cuajo de su pedestal, fracturándola después y, hecha pedazos, arrastrándola por las calles de Bagdad a título de victoria
o trofeo. Esas imágenes integran la representación del poder con el poder de la representación, fenómeno que el etnólogo y sociólogo francés George Balandier aborda y analiza de modo magistral en su libro El poder en escenas.
Esas imágenes forman parte de la escenografía del poder, la representación donde el poderoso estampa el sello de su imperio, estableciendo claramente quién es o de qué se trata. Algo de eso ha ocurrido en México. La conclusión del trámite legislativo de la reforma en materia de energía cierra un capítulo de la historia nacional y abre otro no exento de incertidumbre. De esa dimensión es la reforma operada que, junto con las otras, clausura una era e inaugura otra.
La promulgación de esa reforma será la escena o la
ceremonia donde el presidente Enrique Peña Nieto establecerá el signo de su poder. La remoción de la vieja base jurídica en la materia entraña un cambio radical en el acontecer del país que si bien no garantiza -menos con la corrupción-, sí posibilita un rumbo distinto, cualquiera que éste sea.
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La interrogante a dilucidar es si, al promulgar la reforma, el mandatario aprovechará la ocasión para construir su propia escena e inaugurar clara y categóricamente una nueva época llamando las cosas por su nombre o si, fiel a la tradición que riñe con la modernidad y teme a la definición, hará del eufemismo y la equivocidad no el signo, sino el disfraz de un quiebre en la historia, simulando que lo acontecido es un paso importante pero tan sólo un paso
que no modifica el curso.
Si se resuelve por lo primero, sin duda el país encontraría en la rehabilitación del lenguaje directo y sin ambages, quizá, afectado por cierta dosis de cinismo, los vocablos para llamar las cosas por su nombre y salir del nocivo ejercicio de la simulación, donde un cambio de época se presenta como un brinco sin importancia o, en el mejor de los casos, como un ajuste ligero con supuesta mejora.
Al margen del resultado y del efecto de las reformas sobre el porvenir, mal no le vendría al país aprovechar la temporada para reformar también el discurso político, a fin de reponer el valor y el significado de la palabra.
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Si tocado, en verdad, por la idea de "mover" al país, pero también por la idea de trascender, el presidente Enrique Peña Nieto
abandona el discurso que contradice la práctica política y, así, elude llamar las cosas por su nombre, de manera mucho más clara se podría abordar la realidad.
No se invita, desde luego, a reponer el autoritarismo, la prepotencia y la arbitrariedad como estilo personal de gobierno. Sí, a empatar el discurso con la práctica y, en esa tesitura, asumir a plenitud la consecuencia de las decisiones que desde el poder se toman. Se trata de salir del baile de disfraces donde las acciones políticas se visten con palabras que sin ocultar la esencia del propósito pretendido lo esconden.
En la escala jurídica, que es donde por lo pronto se encuentra la reforma concluida, es evidente que estampa fecha de caducidad a la gesta del general Lázaro Cárdenas. Insistir en la torpe idea, como lo pretendió
al inicio el oficialismo, de justificar la reforma precisamente en el pensamiento cardenista es más que un engaño, es demagogia.
No se pide, evidentemente, que el presidente Peña Nieto ordene retirar las estatuas y monumentos erigidos en memoria del general Cárdenas, pero sí que no incurra en la engañifa de que todo sigue igual que antes, nomás que mejor.
Dicho con sencillez, resulta absurdo mantener en el calendario cívico el 18 de marzo como día festivo para conmemorar la promulgación del decreto de la expropiación petrolera, cuando el 20 de diciembre queda, ahora, como la fecha conmemorativa de la promulgación de la reforma constitucional que posibilita al capital privado regresar al campo petrolero del cual fue expulsado.
Sólo el fanatismo y el espíritu de revancha,
de seguro, con raíz en el cerro de Las Campanas, anhelan enterrar de una vez por todas y sin honores al general Cárdenas, al tiempo que, a escondidas, veneran y rinden tributo al adversario que hizo lo que por sí no pudieron.
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Llamar las cosas por su nombre, empatar el discurso con la práctica política, no exige reformar la Constitución, pero sí reformar la conducta. Una osadía política superior a la de negociar iniciativas legislativas. Puede no parecerlo, pero modificar leyes es más fácil que transformar conductas y actitudes políticas. La ley, en un país como México, perfila pero no define.
Esta nueva etapa ya no demanda al mandatario conducirse con moderación y gracia frente a los aliados de ocasión que, en el fondo, son los adversarios políticos
y, entonces, sería deseable que el presidente Enrique Peña Nieto definiera su postura, actitud y conducta ante la nueva base jurídica. Acaso, por el afán de concretar aquella, limitó no sin costos su actuación a la presencia discreta. Desatado el nudo legislativo, es hora de mostrar la representación del poder y el poder de la representación. De construir su escena.
Si, como dicho, el mandatario asume la dimensión del cambio que impulsó e inaugura otra era, llamar las cosas por su nombre permitiría abordar de mucha mejor manera otros asuntos igualmente importantes. Venga la siguiente escena.
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