Desde luego que es notable lo que el gobierno peñanietista ha conseguido desarrollar por encima de la alfombra. Una serie de reformas económicas y la agilización de la vida política que se antojaba impensable hace apenas tres años. El efecto final de estas reformas es variopinto, pero no puede negarse que el país ha mejorado la percepción que tiene de sí mismo.
Sin duda pues, el regreso del PRI ha provocado un upgrade de la imagen de México. Una nación que ha modernizado su atuendo, pasado por el estilista, tomado baños de sol y tonificado los músculos en el gimnasio. No está mal, salvo que se trata de un país que ha sido diagnosticado con dos tumores galopantes que lo carcomen desde adentro: violencia y pobreza, y sobre eso no se está haciendo nada, o muy poco.
El ejercicio y la buena disposición seguramente ayudarán en la lucha contra la enfermedad, pero a condición de enfrentar la enfermedad y no quedarse en la contemplación de un cuerpo que hoy luce mejor que ayer. El bronceado puede ser espectacular, pero no va a hacer las veces de una quimioterapia, por más que nos engañemos.
¿Y en qué consiste una quimioterapia en materia de violencia y pobreza? En la construcción de un Estado de derecho, la refundación del sistema de justicia, el combate a la corrupción, la cimentación de instituciones democráticas y a favor de la equidad, el impulso de procesos favorables al pleno empleo, la introducción de una verdadera competitividad, la desconcentración del crédito. En suma, una intervención a las estructuras distorsionadas que soportan los privilegios y la desigualdad.
El problema con las quimios es que son arduas y desagradables. Es más fácil colocar a un incondicional en la Comisión Nacional de Derechos Humanos, que generar una cultura de respeto a los derechos humanos por parte de la autoridad. Es más sencillo ejercer una influencia permanente sobre los medios de comunicación del país para asegurar una cobertura por encima de la alfombra, que meterse a limpiar lo que hay debajo de ella.
Un ejemplo: movilizar a los militares para combatir al crimen organizado, como se ha venido haciendo, no resuelve el problema más que de manera efímera; de hecho, a la larga lo acentúa porque el Ejército terminará cometiendo excesos al usurpar tareas policiacas que no le corresponden y para las que no está preparada. La única solución para combatir a la delincuencia pasa por el fin de la impunidad, y esto supone refundar a los cuerpos policiacos, depurar tribunales, eliminar la corrupción en el sistema de justicia; en última instancia, establecer un verdadero Estado de derecho en la sociedad mexicana. Algo que no se está haciendo.
Combatir a fondo a la corrupción es una quimioterapia que hasta ahora el Gobierno no ha querido encarar. La aprehensión de la líder del magisterio, Elba Esther Gordillo, ahora lo sabemos, fue una vendetta política, no el principio de un saneamiento de la escena pública. Emprender una batalla en contra de la corrupción supone pisar demasiados callos porque la impunidad y los privilegios están en la base misma que sustenta el orden vigente, distorsionado y desigual, que caracteriza al país.
Para la realidad no hay maquillaje que valga; tarde o temprano termina por mostrarse. Los brotes de violencia y exasperación que comenzamos a ver en distintas zonas del territorio nacional son lunares malignos sobre la tersa y bronceada piel que el PRI ha extendido sobre la realidad para maquillarla.
@jorgezepedap
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