Francisco Valdés Ugalde |
Las imágenes que el reino de España ha proyectado al mundo (ni hablar de las de Grecia) desde el surgimiento del movimiento de los indignados hasta el triunfo del Partido Popular son elocuentes. Se ha llegado al límite de tolerancia de numerosos grupos y regiones del país. La Unificación de Europa sobre pies de barro se ha ensañado con Grecia y España. En esta última, empero, sobresale la frialdad egoísta con que el gobierno de Rajoy ha implantado medidas de austeridad, sin siquiera el mínimo recurso a compartir las responsabilidades entre acreedores y deudores, o el reconocimiento de que la política dominante está basada en teorías económicas falsas.
Don Mariano declaró el miércoles en Nueva York, a propósito del escándalo de la represión a los movilizados: “Permítanme que haga aquí en Nueva York un reconocimiento a la mayoría de españoles que no se manifiestan, que no salen en las portadas de la prensa y que no abren los telediarios. No se les ven, pero están ahí, son la mayoría de los 47 millones de personas que viven en España. Esa inmensa mayoría está trabajando, el que puede, dando lo mejor de sí para lograr ese objetivo nacional que nos compete a todos, que es salir de esta crisis”.
Lo cierto es que al gobierno español le aventajan las circunstancias y puede estar atestiguando el principio de su declive. De un lado una arremetida de masas de indignados en ciudades diversas, del otro Cataluña orientándose al referéndum independentista. Para un presidente de gobierno en cualquier parte del mundo esto sería asunto de grave consideración. No parece serlo para Rajoy. En el trasfondo cree que se trata de una cuestión de “administración” que los “empleados” deben acatar.
Aparte de la dimensión económica de los problemas que ha enfrentado Europa y que han producido una división tajante entre acreedores y deudores en el seno mismo de la Unión, hay una serie de cuestiones políticas que conviene examinar con cuidado.
No sólo la Unión Europea está en riesgo de naufragar como proyecto, sino que la democracia, alcanzada tardíamente en Grecia, España y Portugal, está amenazada. Uno de los problemas que ha ocupado permanentemente a los teóricos de la política es el de los límites de riesgo cuando se producen situaciones de ingobernabilidad económica cuyas causas son la incapacidad de los gobernantes para resolver y canalizar las urgencias más apremiantes de la población.
Asumiendo que, como dice Rajoy, la mayoría silenciosa acata las medidas de austeridad, ¿cuál será la capacidad del movimiento de los indignados y del nacionalismo catalán para romper la unidad política y regional de España como la conocemos ahora? ¿Se trata de una fantasía?
El M-15 pide, ni más ni menos, el cierre del Parlamento y el llamado inmediato a una asamblea constituyente. Parece una fantasía, pero si bien se antoja difícil que lo consigan, lo cierto es que pueden mover considerablemente las alineaciones en la política española y europea.
La Comisión Europea, órgano ejecutivo de la Unión, elogia las reformas del gobierno y considera que algunas van más allá de lo pedido. Como quien dice, se presume que el gobierno encabezado por Rajoy “agarró viaje” y se fue más allá de lo prescrito por los acreedores de España.
Desde la crisis del subprime en 2008 se ha evidenciado que la liberalización de los mercados ha sobrepasado los límites de razonabilidad en que se fundamenta el acuerdo posible en las sociedades democráticas. El fraude “legal” y el engaño deliberado como forma de ganancia legítima se ha vuelto la divisa con la que trafican los grupos financieros más encumbrados, cuyas ganancias han alcanzado volúmenes y tasas de crecimiento sin precedente.
En el periodo de la “tercera ola” de la democratización hemos visto que el envión contra las dictaduras y los autoritarismos surgió del impulso de las mayorías, identificadas por encima de ideologías y, en algunos casos, de intereses económicos. Pero no bien estabilizados los sistemas políticos que institucionalizaron los cambios, el peso específico en la agenda de gobierno de los intereses de los grupos más poderosos se ha ido consolidando, mientras los que buscan la reducción de la desigualdad, el desarrollo económico, la distribución de la renta y los derechos humanos han sido desplazados a segundo plano y tercer plano.
Se dice con ceguera ejemplar que la democracia no puede resolver estos problemas, pero hasta conservadores como sir Winston Churchill reconocían que ese era el escenario menos malo para la lucha distributiva. Por algo hay diferencias entre norte y sur, entre desarrollados y subdesarrollados, entre civilización y barbarie. Y hay de gobernantes a gobernantes, más allá de los colores.
Desde 2008 caducó el mercantilismo ideologizado, sólo que ningún bloque consistente ha ofrecido la alternativa. Un triste final sin fin.
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