domingo, 30 de septiembre de 2012

Raymundo Riva Palacio - El mito de Salinas

Carlos Salinas de Gortari

La reciente boda de su hijo provocó que en la opinión política y las redes sociales el nombre de Carlos Salinas volviera a surgir como el imponderable broker de la política mexicana, “padrino” del presidente electo Enrique Peña Nieto, jefe de la “mafia en el poder”, y arquitecto del mantenimiento del status quo de los poderes establecidos. Salinas debe tener su ego totalmente inflado por ser considerado tan poderoso, pero como también es inteligente, sabe que eso no es cierto. Deja correr que eso se crea de él, pero en realidad, como se demostró en la fiesta del sábado pasado, si bien reunió a gente de poder, como apuntó un agudo observador, no fue la gente del poder.





La preposición modifica todo. Salinas es probablemente el ex presidente más sofisticado que haya tenido México, pero también con una imagen pública totalmente devastada, que lleva casi 20 años tratando sin éxito de reconstruirla. El causante de ello es el ex presidente Ernesto Zedillo, quien para desviar la atención de la profunda crisis económica del “error de diciembre” –como la calificó Salinas-, persiguió a su hermano mayor, Raúl, lo encarceló y aún hoy en día no termina de estar acosado por las acusaciones que le formularon por el asesinato de su ex cuñado y secretario general del PRI, José Francisco Ruiz Massieu en 1994.

Esos dos episodios concatenados hicieron que a Salinas le retirara la Universidad de Harvard la oferta de ser maestro y perder la presidencia de la naciente Organización Mundial del Trabajo. Y ante el acoso público instigado y alimentado desde Los Pinos, emprendió un largo exilio en La Habana, Montreal, Dublín y Londres. La persecución era sistemática. Legal, como en el caso de su hermano mayor; popular, estimulando la venta de máscaras de él en las calles; y mediática, cuando cada vez que llegaba a México salían versiones desde la casa presidencial de que los movimientos telúricos que coincidían curiosamente con varias de sus visitas, obedecían a su presencia.

Cuando Zedillo terminó su mandato, su ex secretario particular Liébano Sáenz se quedó sin ese manto protector y fue a pedirle perdón a Salinas. Una versión nunca desmentida es que llegó a ver al ex presidente y le lloró para pedir su perdón. En una ocasión Sáenz se topó con Raúl Salinas en un restaurante, casi una década después de estar en la cárcel por un crimen que para acusarlo inventaron cargos y pagaron testimonios en la fiscalía del caso durante el gobierno de Zedillo, y le fue a decir que entendiera que él “sólo recibía órdenes”. Salinas, sin pararse de la silla, le respondió: “Sí, pero lo hiciste con muchas ganas”.

El rencor de Carlos Salinas hacia Zedillo nunca se enfrió. Dos libros que escribió sobre su sexenio son una crítica permanente a su sucesor por no haber hecho las segundas reformas neoliberales, y sus abogados estuvieron detrás de la demanda que le presentaron en New Haven por su presunta culpabilidad en la matanza de Acteal. Sólo hasta después de que terminó Zedillo su Presidencia, Salinas regresó a vivir a México. En el sexenio pasado participó en el intento por descarrillar la candidatura de Andrés Manuel López Obrador con su manejo en Televisa de los videoescándalos en 2003, y más adelante con su cabildeo indirecto en el Tribunal Electoral –al que todas las partes recurrieron- para que se validara la victoria de Felipe Calderón.

Durante este sexenio, mientras Peña Nieto caminaba rumbo a la Presidencia y López Obrador veía en Salinas la Némesis de la evolución democrática en México, el ex presidente hacía trabajos de menor envergadura política, como ser gestor de varios gobernadores ante el gobierno federal para que les autorizaran presupuestos de obras, o de buscar, como desde hace un par de años en Cancún, las mejores facilidades para crear ahí, con dinero inglés, un centro financiero y residencial. Esa ha sido la parte toral de su actividad en México, no el José Fouché de Peña Nieto y mucho menos su Príncipe maquiavélico.

Salinas tiene la fama del poder, pero no la llave del poder. Algunos de sus ex colaboradores comentan cómo no ha podido quitarse de encima la costumbre de haber sido jefe del Ejecutivo, y cómo suele convocar a varios de ellos a su casa en la ciudad de México para discutir temas de política nacional e internacional como si estuviera aún en una reunión de gabinete. Algunos de ellos han dejado de ir, y otros prefieren tomar distancia de él para que les siga pidiendo documentos y reportes como si aún trabajaran juntos.

A la boda de su hijo fueron viejos colaboradores, varios de los gobernadores a los que ayuda con cabildeo, y políticos con los cuales se ha reencontrado en el último año. La mayoría, de la generación de poder excluida del poder por Zedillo, y que vivirá durante el mandato de Peña Nieto, el colofón de su carrera. Pero la nueva generación en el poder no estuvo en la fiesta, ni algunos que fueron sus cercanos y hoy no lo son, como la maestra Elba Esther Gordillo, que hoy es aliada de Peña Nieto.

Ni el presidente electo ni su equipo más cercano niegan tener una relación de respeto y profesional con él, pero está lejos el ex presidente de hablarles al oído. El poder de Peña Nieto no tiene como fuente a Salinas, sino radica más en la fuerza de Atlacomulco y la legislatura donde su ex coordinador de campaña y una de las dos cabezas del equipo de transición, Luis Videgaray, estuvo.

Inclusive, los mexiquenses más cercanos a Salinas, Manuel Cadena y Emilio Chuayffet, son del valle de México, como lo es el actual gobernador Eruviel Ávila. En caso contrario se encuentra uno de sus viejos adversarios, Alfredo del Mazo –su hijo es alcalde de Huixquilucan-, abiertamente antagonista de Salinas y muy cercano a Peña Nieto. Salinas no es lo que él deja que se proyecte de su poder, ni tiene la fuerza que le adjudican sus adversarios ideológicos. Quien así lo crea, estará perdiendo la perspectiva del futuro poder y no terminará de comprender el acomodo en el nuevo gobierno ni el papel que jugarán sus principales actores.


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