Mercedes Llamas |
Durante el último sexenio, hemos vivido momentos de violencia inigualables, caracterizados por asesinatos en masa, decapitaciones, tiroteos en vías públicas, secuestros, “levantamientos”, torturas, violaciones a Derechos Humanos, sólo por mencionar algunos.
En general, la política criminal de Felipe Calderón se ha caracterizado por ser represiva y tiene como objetivo principal “acabar” con la delincuencia organizada y con el narcotráfico utilizando al Derecho Penal como primer y único radio de acción a través de la coercibilidad.
En un estado democrático de derecho, lo que debe buscarse es prevenir socialmente el delito, pero sin olvidar que sería una utopía pensar en erradicarlo por completo, ya que la criminalidad, como decía Émile Durkheim es un fenómeno social normal y sano.
Pareciera que México ha transitado de ser un estado democrático, a ser un estado totalitario donde el crimen se concibe como un mal al que hay que erradicar sin importar las causas que lo generan ni la manera en la que se combata, aunque se tenga que recurrir a la tortura y al anti-garantismo. La política interior se ha convertido en política de seguridad nacional, haciendo un uso indiscriminado de la fuerza y de la presencia militar. La “prevención” sólo se manifiesta a través de la intimidación y se anula la dignidad del ser humano.
Eduardo Lozano establece en su libro Manual de Política Criminal y Criminológica, las características operativas del sistema penal:
- “Las normas institucionalizadoras se cumplen en medida mínima, (…) el sistema atrapa a un bajísimo porcentaje de personas que, conforme a esas normas, debería criminalizar”. La impunidad en México es una constante diaria que alcanza cifras de hasta el 98%, el sistema judicial dista mucho de ser eficaz y eficiente, de 100 delitos que se cometen únicamente 2 son sancionados. Otro ejemplo de lo anterior, lo constituye la eficacia policial; para atrapar a 100 delincuentes en el estado de Washington se requieren de 14 policías, en Londres 18, en Roma 21, en Madrid 35, mientras que en la Ciudad de México se necesitan de 1,295 efectivos, cifra irreal y penosa pero muy descriptiva.
- “Que este sistema cuesta un gran número de vidas humanas (de personas ajenas al mismo y de personal propio del sistema)…”. La última cifra difundida por los medios de comunicación en cuanto a muertos en el actual sexenio es de 83,500 aproximadamente; civiles, militares, policías, mujeres, niños, y primordialmente hombres jóvenes han muerto en una lucha encabezada por el gobierno.
- “Que las personas que son criminalizadas o punidas por acción parainstitucional son todas, o casi todas, pertenecientes a estratos sociales inferiores económicamente o disidentes políticos en determinados regímenes”. La realidad en México, no sólo se circunscribe a las acciones parainstitucionales sino también a las institucionales; la mayoría de las personas que se encuentran en prisión son hombres jóvenes con bajos recursos económicos-sociales acusados por delitos patrimoniales específicamente de robos de baja cuantía.
- “Que en general, el sistema penal tampoco respeta a las personas que integran sus segmentos, pues no fomenta en ellas las virtudes que la sociedad proclama –o al menos, que los medios masivos de comunicación pretenden difundir–, y ni se interesa por su integridad física y psíquica”. Para comprobar lo anterior basta con revisar las quejas presentadas ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, las cuales presentan como una constante violaciones y vejaciones así como los tratos inhumanos y degradantes, ejercidos por servidores públicos encargados de procurar e impartir la justicia. Aunado a lo anterior, en las prisiones la corrupción, la extorsión, el cohecho, son los antivalores que se reproducen diariamente.
-“Que el sistema mismo no es racional: programa la criminalización de prácticamente toda la sociedad –todas las personas– y dispone de medios para hacerlo con una minoría que seleccione entre los más vulnerables” . Este párrafo, sin duda, me parece el que más describe a los sistemas penales de países en vías de desarrollo, en los que predomina una marcada diferencia de clases y una distribución inequitativa de la riqueza. En teoría la ley es igual para todos y se debe de aplicar sin discriminación alguna, sin embargo, pareciera que la justicia tiene siempre un precio y que únicamente las personas que no pueden pagarla, son las que merecen penas privativas de libertad. Es difícil que grandes empresarios que cometen delitos de cuello blanco, sean castigados por el sistema de justicia.
Aunado a lo anterior el endurecimiento de las penas, se ha convertido en la moda por excelencia en muchos países de América Latina. Esta medida lejos de solucionar el problema real de criminalidad al que nos enfrentamos, aparece como una paliativo simbólico ante los reclamos sociales, justificándose con supuestos burdos como la ejemplaridad de la pena. Ya está por demás comprobado que la severidad en las penas no tiene una relación directa en la inhibición de la conducta criminal. Además, ¿de qué sirve que existan penas de 60 años de privación de libertad si únicamente el 2% de los delitos se sanciona?
Considero que una política criminológica integral debe partir de un concepto social del delito, sin reducirlo únicamente a su concepción jurídica. El problema de las políticas criminológicas reside en que se supeditan a una definición meramente normativa sin tomar en cuenta la criminológica; si entendemos al delito como una mera violación a una norma, no podremos establecer la multicausalidad que lo rodean como la familia, las oportunidades laborales, el rendimiento escolar, el acceso a servicios básicos, la interacción social, etc. e incidir directamente sobre estos factores para reducir la criminalidad.
Twitter: @criminologiamex
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