Ricardo Rocha |
La preposición es, por supuesto, con toda intención. Porque todos saben que José Narro Robles es el rector de, pero algunos dudan que permanezca en. Personalmente me aseguró su convicción de permanencia cuando se lo pregunté hace algunas semanas en que, a partir del triunfo de Enrique Peña Nieto, se le empezó a mencionar como miembro del gabinete entrante en el cargo de secretario de Educación Pública. Una designación casi obligada por muy diversas razones: no se ve en el horizonte a ningún otro mexicano que tenga un conocimiento a la vez más amplio y profundo de la problemática educativa en México; el propio Narro ha expresado en numerosas ocasiones sus visiones sobre nuestra realidad no sólo desde la educación básica, sino también del analfabetismo que padecen al menos 6 millones de mexicanos, lo que considera indignante; el presidente electo está urgido de enviar una señal contundente de que se ha decidido realmente a un cambio con rumbo en este país y nada mejor para ese propósito que un nombramiento como el de Narro; los prospectos hasta ahora mencionados —algunos impresentables— para conducir la SEP están a años luz de la prestancia y sapiencia del rector; es difícil imaginarse a alguien mejor preparado y con mayor estatura moral para dirimir puntos de vista diferentes con el propio presidente, otros miembros del gabinete o con factores reales de poder en materia educativa como, por ejemplo, la maestra Elba Esther Gordillo.
Siempre he creído que nuestros tres grandes pendientes son: una verdadera reforma del Estado con nueva Constitución refundadora, la implementación de un modelo económico mexicano que incluya una redistributiva reforma fiscal y, de modo preponderante, una gran revolución educativa, desde el jardín de niños al posgrado. Y para impulsar una tarea de esa magnitud no veo a alguien más que al doctor Narro Robles.
Sin embargo, en la vía paralela hay que decir —a riesgo de la obviedad— que nuestra UNAM sigue siendo fundamental para todo el país. Que no sólo su labor académica, científica y humanista, sino sus trabajos de investigación en todas las especialidades del saber humano y su cotidiana tarea de recreación y difusión de las artes, le hacen indispensable en el conjunto de la nación. Y que en estos múltiples y buenos propósitos el rector José Narro Robles ha hecho una labor extraordinaria. Que es además un líder que ha crecido en empatía interna hasta donde tal vez él mismo no supuso jamás; a veces parece un auténtico rockstar aclamado por los jóvenes en los juegos de Pumas o cuando despacha asuntos mientras camina por la explanada de CU.
En lo externo, Narro se ha convertido, a querer o no, en una consolidada conciencia de la nación. Una voz sólida y prestigiosa que suele sintetizar las inquietudes mayoritarias a la vez que abogar por los derechos de las minorías. Un papel muy apreciable que, seguramente, le sería muy difícil de desempeñar desde dentro del gobierno.
Ignoro francamente si, a estas alturas, Enrique Peña Nieto le ha hecho a Narro Robles el ofrecimiento formal de la Secretaría de Educación Pública y menos aun cuál ha sido la respuesta de éste. Lo que sí sé es que Pepe —para sus amigos— tiene un corazón azul y oro que no le cabe en el pecho. Que ha transcurrido la gran mayoría de su existencia en el hogar austero pero generoso de Ciudad Universitaria y que tal vez no se imagina esta etapa de su vida fuera de nuestra casa común. Por eso sé también que una y otra vez ha dicho no a los sirenísticos cantos de los enviados que han ido a tentarlo con la posibilidad de ocupar el celebérrimo escritorio de José Vasconcelos en el Centro Histórico. Por eso y más, yo creo que los universitarios estamos, como decía la canción ranchera aquella, con “el corazón en dos mitades partido”. En una, qué bueno que tenemos rector para rato. En la otra, la nostálgica alegría de saber que un gran universitario podría contribuir a cambiar el rumbo de México.
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