viernes, 18 de octubre de 2013

Lydia Cacho - Trabajadoras en venta

Siempre quise viajar a Bali y ahora que fui invitada para un festival literario, me encuentro al Presidente de México. 

Cuando Indonesia, este bello país localizado entre el sureste asiático y Oceanía, se independizó, el gobierno denominado Régimen del Nuevo Orden estableció el Ministerio de Transmigración. Era el gobierno y no las y los ciudadanos quienes decidían la migración interna. Como Java era la isla más poblada del país, sus trabajadores fueron reubicados en la otras islas para trabajar en plantíos, granjas y en la industria maderera. 






Desde 1980 el gobierno decidió extender este programa migratorio haciendo convenios para exportar (así lo dice el documento oficial) hombres y mujeres jóvenes y sanos, sin experiencia pero dispuestos a trabajar en cualquier maquiladora. Este acuerdo gubernamental se realizó, principalmente, con los países de Arabia Saudita, Brunei Darussalam, Taiwan, Japón y Singapur. Durante la década de los años noventa casi el 40 por ciento de las y los trabajadores migrantes en esos países eran de Indonesia. 

Esta política para paliar el tremendo desempleo en el país ha creado un mercado regional en que las fábricas piden trabajadores de ciertos tipos para determinados trabajos. Las maquiladoras de ropa generalmente piden mujeres jóvenes, que aunque no estén capacitadas, pueden ser explotadas hasta durante 16 horas al día, sin quejarse siquiera. Para principios del año 2000, las remesas de trabajadoras indonesias sumaban mil millones de dólares, hoy en día se han duplicado. 

Resulta curioso que el gobierno indonesio vea este tipo de emigración laboral como una forma de desarrollo económico que hay que celebrar. Tanto así que en su Plan Nacional de Desarrollo se incluyó por primera vez la aportación que sus trabajadores en el exterior hacen al PIB. 

El Consorcio para la Defensa de Trabajadores Migrantes de Indonesia (KOPBUMI) estima que cada año 400 mil personas salen de ese país a costa del desempleo. Las mujeres constituyen el 70 por ciento de emigrantes que buscan trabajo en otros países, es decir, la feminización de la migración laboral ha feminizado la economía (aunque las autoridades no reconozcan el papel vital que la mano de obra de las mujeres juega en este país). Los países que buscan mujeres para trabajo doméstico son: Arabia Saudita, Singapur, Malasia y Hong Kong. 

Todo esto suena “maravilloso”: un país cuya economía ha sido rescatada por una mayoría de mujeres que mes con mes sostienen familias enteras; un grupo de gobiernos que favorecen los permisos laborales con rapidez; qué decir del milagro económico de la globalización. Sin embargo hay un detalle: 

Para facilitar esta mal llamada exportación de trabajadoras (como si fueran objetos), tanto el gobierno de Indonesia como el gobierno receptor trabajan con agencias intermediarias. La coalición de organizaciones civiles de este país asegura que cuenta con testimonios de agencias que sostienen que las mujeres indonesias “son mejores porque no hablan inglés y no conocen sus derechos, por eso son más obedientes”. 

En 2003, a partir de una serie de noticias sobre los abusos a las trabajadoras indonesias en el extranjero, el Ministro de Poder Humano y Transmigración (Ministry of Menpower and Transmigration), Jacob Nuwa Wea, declaró que a partir de ese año estaba vetado enviar mujeres a otros países, ya que eran sicológicamente inmaduras, que no entendían otros idiomas y sus culturas. Sus declaraciones, además de ofender a las mujeres, que son capaces de llevar a cabo tantos o más trabajos que los hombres y tienen mayor adaptabilidad a las culturas, no tuvieron implicaciones: la economía necesita las remesas y las mujeres siguen saliendo del país, algunas con permisos legales otras con polleros que las ponen en manos de tratantes de personas. 

Como en México, en Indonesia las declaraciones de políticos buscan más un impacto mediático emocional que una acción directa para mejorar la economía y calidad de vida de las millones de personas sumidas en la pobreza. 

La semana pasada, aquí en Bali, se reunieron los presidentes del mundo en la APEC (Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico) y la ELM (Reunión de Líderes Económicos), con Peña Nieto entre ellos. El contingente de poderosos firmaron la declaración final en la que afirman su compromiso para asegurar la “Conectividad Institucional y de persona a persona” que consideraron es la llave para lograr la meta del libre comercio e inversión mundial. 

La conectividad física se refiere a desarrollar, mejorar y mantener la infraestructura que hace posible el libre mercado entre países. La conectividad institucional se refiere a avanzar en reformas estructurales que busquen remover las barreras regulatorias desiguales que impiden el libre comercio. Aunque se habló de estándares técnicos aduanales y en homogeneizar las reglas de producción en los países de origen, como siempre dejaron del lado el tema de la explotación laboral y los derechos humanos directamente vinculados a la globalización del libre comercio que devasta recursos naturales y humanos. 

Tanto el representante del gobierno mexicano como el de Indonesia hablaron maravillas sobre las facilidades que sus países otorgan a inversionistas extranjeros; sólo en los pasillos y en voz baja se escucharon los comentarios sobre la corrupción institucional, la desigualdad que generan estos acuerdos económicos y, sobre todo, la explotación inherente a estas políticas económicas. Mientras tanto, los grupos indígenas que se manifestaron ante la APEC fueron silenciados, porque en política económica sólo las minorías mandan y, aparentemente, las mayorías deben someterse a esos mandatos de crecimiento y cifras alegres

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