En medio los señalamientos sobre presuntas o reales responsabilidades entre los órdenes de gobierno y exfuncionarios de las diferentes administraciones; en momentos en los que aún no se supera la situación de emergencia con motivo de los fenómenos meteorológicos “Ingrid” y “Manuel”, que afectaron a gran parte de la República Mexicana, conviene llamar la atención sobre la actitud que hemos tenido como ciudadanos y como servidores públicos en casos anteriores de igual o más gravedad, y la que deberíamos observar en lo sucesivo si no queremos que éstas tragedias se repitan.
El ordenamiento territorial es uno de los grandes pendientes del desarrollo, toda vez que la presión demográfica, el cambio en el uso de los suelos, la degradación de los recursos y la sobreexplotación de los ecosistemas generan alteraciones que modifican los equilibrios de la naturaleza, amén de los conflictos sociales que se provocan por el cambio en los regímenes de propiedad y tenencia de la tierra; todo lo cual está especialmente caracterizado en las zonas urbanas.
Situación parecida acontece en las zonas rurales, en donde la densidad poblacional es menor, pero con algunas variantes localizadas en la falta de infraestructura para los servicios básicos de salud, educación, vialidad y comunicaciones propician el aislamiento de las comunidades, que se habitúan a la permanente situación de incertidumbre y amenaza a la integridad de los pobladores de estas áreas, a los que ya no sorprenden las dificultades, y ante el abandono de las políticas públicas de todo tipo no les queda más que hacerse cargo de sus propias tragedias.
Si de leyes, reglamentos y programas de gobierno se tratara, nada de lo que hemos visto en las últimas semanas hubiera ocurrido, lamentablemente la naturaleza de las políticas de Estado están determinada por el modelo de desarrollo económico dominante en cada país, ello nos lleva a entender por qué en México, ante la deficiente planeación para el uso, aprovechamiento y ocupación de los espacios del entorno, nos pasa lo que nos pasa; cuando se atenta contra la vocación natural de las tierras con fines de especulación y lucro, se da pie a que los fenómenos nos recuerden lo vulnerables que somos.
Desde el 21 de junio de 1993 se expidió en México la Ley General de Asentamientos Humanos, que establece obligaciones concurrentes entre la Federación, estados y municipios para la ordenación y regulación de los asentamientos humanos en el territorio nacional, le da atribuciones específicas en la materia a la Secretaría de Desarrollo Social y a la Secretaría de la Reforma Agraria (hoy Sedatu), establece la obligación para las entidades federativas para legislar sobre el tema que nos ocupa, y a los municipios les corresponde instrumentar planes de desarrollo urbano, amén de evaluar y vigilar su cumplimiento. Por su parte, la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal establece también obligaciones para las secretarías de Desarrollo Social y de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano. También tenemos la Ley General de Protección Civil, que prevé las bases de coordinación de los tres órdenes de gobierno en materia de protección civil e involucra al sector privado y social en la consecución de sus objetivos, al frente de cuyo sistema está la Secretaría de Gobernación.
Lo anterior es importante señalarlo, pues resulta evidente que una política de ordenamiento del desarrollo se traduce en una política de prevención y de protección a la población; en ambas vertientes los supuestos normativos están vigentes, lo que les falta es la fuerza de la prioridad, la validez, legitimidad, eficacia y efectividad para hacerlos cumplir, con o que sin duda se pudo haber evitado la pérdida de vidas y mitigado las consecuencias que hoy padecen millones de mexicanos. En resumen, en el reparto de culpas nadie gana, nadie sale limpio y, lo peor, quienes pierden por acción y omisión de las autoridades, son —como siempre— los ciudadanos, entre ellos, los más pobres.
Silvano Aureoles
OPINIÓN INVITADA
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