jueves, 3 de octubre de 2013

Jorge Fernández Menéndez - ¿Qué quedó de la dictadura perfecta?

Para mi hija Valeria y mi nieta Raquel, que viven en un país diferente a aquel.

Al momento de escribir estas líneas no sabemos cómo habrán transcurrido las marchas de la conmemoración de los 45 años de la masacre de Tlatelolco. Se esperaba violencia y provocación de parte de grupos que ya, en los últimos días, han caído una y otra vez en una y en la otra.
Lo notable de todo esto es comparar lo que hoy estamos viviendo, más allá de lo que suceda en la marcha, con el contexto real en el que se dio el 68. Hace 45 años había un gobierno prácticamente de partido único, intolerante, cerril, basado en buena medida en la utilización de la fuerza y la coacción para imponer sus convicciones.Gustavo Díaz Ordaz, en términos estrictos, no era un dictador, pero el sistema de gobierno se asemejaba mucho a aquella dictadura perfecta de la que habló años después Mario Vargas Llosa. La intolerancia del gobierno hacia cualquier brote de disidencia se acentuó por la paranoia de unas Olimpiadas en las cuales, paradójicamente, ese anacronismo gubernamental quería demostrar su modernidad ante el mundo.




La sociedad era cerrada en lo político, pero también, hay que insistir en ello, en lo social. El conservadurismo estaba muy arraigado y no todos los sectores apoyaban un movimiento estudiantil que comenzó con demandas académicas muy puntuales y terminó demandando no una revolución, sino una democratización del país (y ese capítulo es especialmente notable en una época en la que la revolución era un leitmotiv que unía a una misma generación cruzando países y continentes). Claro que se habló de revolución, pero ninguna de las acciones masivas del 68 giró en torno a ella: en realidad el movimiento fue creciendo en torno a las acciones represivas de las que fue objeto. Y cuando hubo intentos negociadores, fueron abortados, como ocurrió el mismo 2 de octubre, por el propio gobierno.
Y es que como en todo sistema cerrado, la sucesión presidencial se decidía en torno a un puñado de personajes y esa decisión final quedaba en manos de sólo uno de ellos: el Presidente de la República. Reprimir o negociar, mostrar mano dura o no, congraciarse con el pensamiento cerrado del presidente Díaz Ordaz y mostrarle unas locas teorías de la conspiración eran todas cartas para canalizar lo más importante: la sucesión presidencial, el objetivo de quedarse con el poder era lo que primaba. Pocas cosas exhiben mejor ese comportamiento que ese largo discurso de un entonces joven y prometedor Porfirio Muñoz Ledo en el Congreso, alabando a Díaz Ordaz y su forma de acabar con un movimiento que calificó de subversivo y desestabilizador. Todo fuera para que Luis Echeverría, uno de los orquestadores de la matanza, fuera Presidente.
En ese sistema los partidos de izquierda, comenzando por el pequeño Partido Comunista, estaban prohibidos. No deja de ser paradójico que en un país, en un sistema que se ufanaba de ser parte de una suerte de tercera vía en el contexto de la Guerra Fría, las posibilidades de expresión legal de la izquierda estuvieran estrictamente cerradas. De allí también la tentación de la violencia, misma que en última instancia sólo se canalizó en grupos armados muy focalizados luego de que las movilizaciones pacíficas fueron sistemáticamente reprimidas. Y muchos de esos grupos terminaron infiltrados por el propio gobierno, que los utilizó como justificación para mantener cerrado su sistema político mientras exhibía un izquierdismo de exportación.
No había, hace 45 años, medios para expresar el descontento. Ninguno de los medios importantes de radio, prensa y televisión, se ocupó seriamente de informar sobre lo ocurrido el 2 de octubre, incluyendo al Excélsiorde entonces, el que mayor apertura editorial tenía. La matanza, como ocurrió dos años después con el atentado contra el presidente Díaz Ordaz, fue conocida, pero también tergiversada, ocultos sus alcances, sus protagonistas y sus víctimas.
Fue hace casi medio siglo: hoy vivimos, literalmente, en otro país, en otras condiciones, bajo otro sistema, con el que se puede disentir y contra el que se puede votar, donde nadie tiene el monopolio del poder político, donde los medios abarcan todo el espectro ideológico y todas las expresiones de la izquierda o la derecha caben. No se puede ni se quiere volver a ese pasado.
Por cierto, hace 45 años, ese mismo 2 de octubre, comenzaba su carrera un joven periodista, estudiante de derecho. A Joaquín López-Dóriga, que iniciaba sus guardias en El Heraldo, le tocó en suerte cubrir Tlatelolco. Con altas y bajas, como la vida misma, Joaquín ha estado muy presente en el periodismo mexicano en todos estos años, en los últimos en forma notable. Con Joaquín se puede coincidir o no, pero de lo que no se puede dudar es de su amistad y de que es uno de los periodistas más completos, más articulados, que hemos conocido. Felicidades por estos 45 años.

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