viernes, 4 de abril de 2014

Blanca Castellón - Asesina en serie

Blanca Castellón
1958
Nicaragua

Asesina en serie

Fragmento de "Alegoría del amor" de
Agnolo Bronzino que
representa la envidia.
Aún no entiendo cómo fui capaz de cometer tal vileza en toda mi vida anterior, ni siquiera me había atrevido a destripar el diminuto retoño de una cucaracha. La idea del crimen se me ocurrió un sábado. Una foto de Gioconda apareció en una importante revista literaria junto a su cachorro cocker spaniel al lado del poema más hermoso que jamás hubiera leído.

Hablaba sobre el arte de desnudar el alma para compartir su misterio con todos los hombres y mujeres de la tierra. Invitaba a experimentar ese acto y a convertir el planeta en un inmenso campo de almas nudistas para alcanzar la paz y realizar de una vez por todas la más noble utopía: la comunión de las almas.

Mis propias limitaciones me impiden transcribir con exactitud la belleza del texto, el mimo emocional que provocaba en el lector, pero era como si un gran vuelo de mariposas blancas nos acariciara la médula del ser.

Comprendí de una vez por todas que nunca llegaría a escribir algo semejante. Desde hace un tiempo me molestaba su capacidad de fotografiar con palabras lo que está bajo la piel, su capacidad de rescatar con versos las eternas costillas de Eva, “me di cuenta como si me hubiera partido un rayo, de que estaba y estaría para siempre sola en mi propio cuerpo… Sentiría, escucharía mis pensamientos más recónditos”. Así empezó todo.






Escuché mis pensamientos enfermizos y los obedecí con la misma intensidad con que solía obedecer todas las leyes de los hombres. Quedé como hipnotizada contemplando la fotografía. No la veía a ella, veía la sonrisa de su perro confirmando su fidelidad y la estrecha relación con su dueña y señora. Yo siempre había querido tener un perro, pero los metros cuadrados de construcción de mi habitación alquilada me lo impedían. Yo siempre quise escribir un libro que diera la vuelta al mundo, que yo no había podido conocer… Es cierto que sin pena ni gloria yo había publicado algunas páginas en prosa y verso, es cierto que hasta ese sábado fatal siempre había tenido la esperanza de alcanzar algún día la dimensión literaria del paradigma que yo misma me había impuesto, pero no tenía disciplina y -para que negarlo ahora- los dioses no me habían elegido para el oficio de expresar lo inexpresable, ni de atrapar lo imposible.

En esas divagaciones estaba, cuando movida por los ojos del perro fotografiado y una extraña fuerza, me levanté de un brinco de la cama revuelta. Busqué una revista donde yo había publicado algún poema , un plaqué con narraciones breves que por obra y gracia de un amigo, más interesado en mi cuerpo físico que en el cuerpo de mis textos, había arriesgado su prestigio y su dinero publicándome y hasta comentando mi “obra”. Su ganancia fue perderme de vista apenas concluyó su bondadosa misión.

Tomé un sobre de papel kraft introduje los textos y escribí Gioconda, por si acaso era mi día de suerte, uno nunca sabe y me recibía ese mismo día, me fui al Cibercafé que quedaba a unas cuadras de mi habitación y como la dirección electrónica aparecía al final de la publicación de la revista literaria le escribí: ‘Gioconda, he saboreado con deleite supremo tu último poema, quisiera pedirte una fracción de tiempo para enseñarte algunos trabajos míos, a ver qué día podés recibirme, no cuento con una computadora personal, si pudieras contestarme a vuelta de red, te lo agradecería; yo estaré aquí varias horas, espero tu respuesta’.

Mi mensaje llegó en el momento más favorable a los planes secretos del destino y en media hora recibí la repuesta: ‘¿Podría ser hoy mismo?, salgo para dictar una conferencia en Madrid mañana y además estoy de buen humor, me han anunciado un premio que tendré que recoger luego de mi viaje a España’.

Ni corta ni perezosa, me informé dónde podría comprar esas pastillas famosas para curar frijoles, pastillas del amor han llegado a nombrarlas, ¡vaya ironía! Pasé por el supermercado, compré 4 onzas de posta de pierna, envolví 3 pastillas de esas en medio de la carne y tomé la ruta que me llevaría a casa de Gioconda, toqué el timbre, para mi sorpresa ella misma salió a recibirme, junto con su perro, que, por cierto, me pareció amistoso. No hay tales que los perros presienten, que sus instintos animales detectan al enemigo, ‘Dante’ (supe al fin su nombre cuando ella lo quiso apartar de las suelas de mis zapatos), ‘Dante’ no sospechó mis crueles intenciones, más bien fue un dechado de demostraciones de afecto. Apenas me senté en un mullido sofá forrado con imitación de piel de tigre se acostó panza arriba obligándome a acariciar su estómago peludo.

Gioconda estaba buscando en su enorme biblioteca uno de sus libros para obsequiármelo. No lo encontraba. ‘Dante’ había saltado a mi lado en el sofá y con su pata tocaba mi hombro tembloroso como pidiéndome algo, ¿la muerte?

Llegó la hora me dije. Saqué del bolso el obsequio que con esmero le había preparado. Lo tragó casi sin masticarlo, cuando Gioconda llegó, ‘Dante’ parecía estar contento. Ella escribió algo en la primera página del libro que se disponía a entregarme. Justo en ese momento ‘Dante’ empezó a temblar, de su hocico salía tanta espuma como de las olas del mar.

Gioconda gritaba: “¡Dante!, ¡Dante qué pasa! ¡Margarita llama al veterinario!, ¡Margaritaaaaaaa!, ¡llama al Dr. Velásquez!, ¡Dante se muere!”.

Lógicamente tuve que levantarme por cortesía, creo que ni siquiera fui capaz de ocultar mi satisfacción por el deber cumplido, regresé a mis tres paredes (una era ventanal donde se divisaba las huellas de Acahualinca).

Empecé a convulsionar… de risa. Me sentía realizada. Hay misiones de misiones en esta vida pensaba, la mía será de ahora en adelante maltratar a los escritores, a los artistas. Habrá qué ver lo que crearán con el maltrato (ya ven cuánto bien le hizo a la literatura francesa el dolor de Proust). Hay que castigarlos, más cuando han escalado la cumbre de su día.

Comprendí en ese momento el verdadero sentido de mi paso por la tierra.

Esta sería mi gran contribución a la literatura, no había otra opción.

Hice una lista de escritores de los que se sabía amaban a sus perros. Hasta incluí a Saramago. Lanzarote es posible, todo es posible, el mundo es pequeño. La lista abarcaba desde los grandes (Carlos Fuentes, Elena Poniatowska) a los insignificantes. Como esa Castellón que con fatua insistencia publicaba mes a mes en suplementos, y tenía en su haber un par de libros que nadie compraba. Se decía que mientras escribía sólo soporta la compañía de su perro ‘Cafu’. Ya la visitaría. Empezaría de abajo.

Al fin me sometía a alguna disciplina: ¡Asesina en serie! Seguiría la serie con la seriedad que el trabajo demanda.

Dos meses después de la muerte del ‘Dante’ me encuentro en un suplemento cultural, un poema en su memoria junto con una entrevista a su ama: “Desde que murió no he parado de escribir. Ya son muchas las editoriales interesadas en esta dramática historia”.

Hoy murió ‘Cafu’ por mis buenos oficios. La Castellón no había olvidado el cuento del ‘Dante’. Ha hecho un alboroto que la ha favorecido. Hasta los diarios más prestigiosos la han entrevistado. Sin embargo, debo tener cuidado. Ya han empezado a sospechar de mano criminal. Ella se ha venido en lagrimas y en tinta, ha escrito y escrito y escrito, tanto, que algo bueno saldrá.

Al final de cuentas, no puedo sentir culpa, ¡asesina en serie! Ya van cuatro. Mi meta es Saramago (hay que imponerse la cima como meta, es posible alcanzar el imposible

Me olvidaba contarles el contenido de la dedicatoria que Gioconda dejó en el libro que me dio aquel sábado: “Ejecuta sin piedad las órdenes de tus pensamientos más recónditos. Como un perro sé fiel a los dictados de la palabra”.












Leído en http://400elefantes.wordpress.com/2008/08/14/cuento-asesina-en-serie/

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