Fernando Dworak |
Para decirlo de otra forma el Pleno es el espectáculo y cuanto sucede en las comisiones y reuniones de grupos parlamentarios constituye la formación de consensos. ¿Aplanadoras partidistas? ¿Conspiraciones? Detrás de cada político que declara algo así hay alguien con muy baja capacidad de negociación ya sea por el tamaño de su bancada o por ineptitud personal.
Por otra parte detrás de esos actos espectaculares como tomar tribunas se esconde la intención de un legislador o grupo para hacerle creer a sus electores que se está haciendo algo. Es decir, son actos encaminados para un grupo determinado de receptores, esperando que éstos les sigan apoyando en las próximas elecciones. ¿Dignidad? Quizás hay gente que se lo cree, pero el ciudadano promedio vota por resultados.
Hace poco más de una semana vimos durante el debate sobre la reforma laboral en San Lázaro que diputados de izquierda tomaron la tribuna y abandonaron el recinto. Antes de apoyarlos o indignarnos, conviene saber qué sucede en otras partes del mundo con este tipo de actos.
El derecho fundamental de un órgano legislativo es la libertad de palabra, y a esto se le conoce como inviolabilidad. Esto es, el parlamentario no puede ser reconvenido por cuanto diga o vote en el ejercicio de sus facultades como representante. Tal derecho le garantiza ser autónomo frente a los demás poderes y sus mecanismos coercitivos. A partir de esta prerrogativa se ha reconocido que la institución tiene la facultad para decidir cómo ejerce este derecho: por ello define sus leyes y reglamentos sin la sanción del Ejecutivo.
No obstante, y aunque parezca lo contrario, la inviolabilidad no implica anarquía. Por ello, es indispensable que exista un régimen disciplinario que sancione a aquellos legisladores que no conduzcan su actuación dentro de la rectitud, madurez, civilidad y cortesía políticas. Estas reglas son aplicadas por el presidente de la Mesa Directiva. Los castigos van desde el apercibimiento hasta, si la falta es tan grave que afecte el prestigio del órgano legislativo, la expulsión.
¿Por qué normar esto? En primer lugar, para garantizar que las sesiones se conduzcan con un mínimo de civilidad. En segundo, porque una mala conducta de un legislador o grupo afecta la credibilidad e imagen de toda la institución; y si cae en un deterioro significativo puede ser un factor para la caída de la democracia.
El problema es que en otros órganos legislativos la presidencia es el resultado de una elección de roles y se llega ahí tras construir una sólida reputación de confiabilidad; toda vez que ninguna persona le daría muchas atribuciones a alguien a quien no se confía. Y para esto se necesita hacer una carrera al interior de una cámara.
Al contrario, en México todo empieza desde cero cada tres años. Y si no se puede establecer esta relación, las presidencias de Mesa Directiva se convierten en un coto más para distribuir entre los grupos parlamentarios. ¿La mejor solución posible? No, pero insistimos en no hacerlos rendir cuentas es la mejor de las factibles. Sin embargo mantener este sistema significa que temas como un régimen disciplinario eficaz sean inaplicables del todo.
Y por encima de todo un legislador puede ver rentable hacer un escándalo si no tiene por qué rendir cuentas a sus electores. ¿Se imaginan cómo le iría si tomase la tribuna y al momento de competir por el mismo puesto sus opositores le atacasen por su conducta? En la mayoría de los casos perdería. Por eso hay muchos políticos que se oponen a los mecanismos de rendición de cuentas y prefieren el espectáculo.
¿Es emocionante la lucha libre? Claro, y también cuanto ocurre en el Pleno. A fin y al cabo la política debe tener mucho de espectáculo. Pero si ven que algunas cosas no funcionan bien, revisen las reglas del juego antes de acusar a los árbitros de vendidos.
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