Jesús Silva-Herzog Márquez |
Algunos han ubicado ahí la falla central de nuestro régimen político. Sin una Presidencia fuerte, el gobierno es incapaz de impulsar las reformas que el país necesita. El péndulo presidencial llegó al extremo contrario, sin detenerse en el punto medio: padecemos desde hace 15 años los efectos de una débil Presidencia de minoría. Podría pensarse que ése es nuestro destino. Con nuestro mapa electoral, con tres sólidas fuerzas políticas nacionales resulta difícil imaginar una votación que restaure el gobierno unificado. Por ello muchos han sugerido cambiar las reglas para favorecer la constitución artificial de una mayoría afín al Presidente. Cambiar las normas para estimular que el Presidente tenga al Congreso de su lado y pueda gobernar con eficacia. Con fórmulas distintas, Acción Nacional y el PRI han propuesto reformas con ese objetivo. Su lógica es clara: para fortalecer gobernabilidad, vale pagar el costo de reducir la pluralidad.
Creo, sin embargo, que la ecuación ya se ha transformado por otra vía y la relación entre Congreso y Presidencia se ha alterado sustancialmente. Sin que se haya tocado el mecanismo de representación, la Presidencia ocupa un nuevo sitio en el proceso legislativo. Es una Presidencia sustancialmente más fuerte a la que existía hace dos meses. El próximo Presidente tendrá poderes que ninguno de sus tres antecesores tuvo. El cambio no proviene de una decisión de los electores que hayan decidido respaldar a la nueva Presidencia con una mayoría parlamentaria afín. Por el contrario, el voto siguió ordenando la conformación de un gobierno dividido: una Presidencia sin mayoría en el Congreso. Sin embargo, el Ejecutivo tiene un instrumento que apenas acaba de estrenar el presidente Calderón: la iniciativa preferente. Creo que no es exagerado decir que la figura transformará sustancialmente las relaciones entre el Presidente y el Congreso y, en el fondo, puede ser la base de una nueva fortaleza presidencial.
La reforma constitucional le da al Presidente la facultad de presentar cuatro iniciativas al año que deben ser votadas en un corto plazo. Desde luego, el Congreso no tiene la obligación de aprobar la propuesta del Ejecutivo, pero tiene que debatirla y votarla a la brevedad. Lo que no puede hacer el Congreso es ignorar la propuesta, como las oposiciones han hecho con importantes propuestas presidenciales en los últimos años. Tampoco podrá discutirla eternamente. Tiene que abordarla y definirse frente a ella con prontitud. Podría parecer un cambio menor pero, en realidad, se trata de una reforma que transforma la relación entre los poderes. La iniciativa que el Presidente defina como preferente al inicio del periodo de sesiones del Congreso tendrá prioridad sobre cualquier otra que pudiera discutir el Congreso y debe ser votada en 30 días. Una iniciativa que no se puede ignorar y que no se puede posponer. Con este instrumento en la mano, el Presidente tendrá un enorme poder sobre la agenda legislativa. El Congreso no puede matar una iniciativa presidencial archivándola en la oscuridad. Si la mayoría rechaza la iniciativa presidencial tendrá que exponer sus razones públicamente. Que la iniciativa deba votarse en un mes imprime también mayor fuerza a una iniciativa que no puede discutirse eternamente. El Presidente tiene, a partir de esta herramienta un inmenso poder para definir la agenda legislativa del país. Con la iniciativa preferente, el Ejecutivo podrá obligar a las fuerzas políticas a definirse públicamente sobre asuntos cruciales para su administración. Las oposiciones no podrán congelar las iniciativas del Presidente, tendrán que analizarlas y votarlas.
Es cierto que el futuro Presidente no tiene una base congresional más sólida que la que tuvieron Fox o Calderón. Peña Nieto sigue siendo un Presidente de minoría. Sin embargo, su silla ocupará un lugar distinto en el proceso legislativo. Tendrá mayor poder que sus antecesores gracias a la iniciativa preferente.
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