martes, 9 de octubre de 2012

Guadalupe Loaeza - !!!Lo perdi!!!

Guadalupe Loaeza
¡¡¡Sí, lo perdí!!! Desde entonces no hallo un solo momento de paz. Estoy nerviosa, angustiada y sumamente irritada. Hacía mucho tiempo no me sentía tan insegura, despojada, abandonada por todos y, lo que es peor, ¡¡¡culpable!!! Entre más pienso en este extravío, menos entiendo cómo pudo haber sucedido. Sinceramente me parece inexplicable, inaudito, pero sobre todo im-per-do-na-ble. Me acuerdo perfecto del día, la hora precisa y el lugar en donde me percaté que me faltaba algo. Fue el sábado 6 a las 12:45 de la tarde. Nada más pasar el umbral de la puerta de la casa, me percaté que mi cuerpo empezó a sentir una extraña metamorfosis. Tuve la sensación de que me faltaba la oreja derecha, uno de mis pulmones comenzó a fallar y ya no tenía voz. Por más que quería emitir algún sonido, era imposible. Mis manos comenzaron a temblar, lo cual me obligó soltarle su pequeña mano a mi nieta y quedarme parada como estatua de piedra, en medio del corredor. Con el único oído que me quedaba, de pronto, escuché, muy a lo lejos, cómo arrancó el taxi que nos acababa de dejar en las puertas de la casa de Valle. Fue en ese preciso instante que mi garganta hizo un sonido extraño. 




Era una sonido que venía del más allá, emitido desde el país de las cosas extraviadas; era un sonido de profunda angustia. De repente, me escuché exclamar, como si se tratara del misterioso primal scream, es decir del grito original del recién nacido: ¡¡¡mi ceeeeeeluuuuuulaaaaar!!! Como pude salí corriendo. Lu, quien el próximo viernes cumplirá sus 2 primeros años de vida, empezó a llorar. Como de rayo, abrí la puerta y frente a mí me topé con la nada. “¡¡¡mi ceeeeeeluuuuuuulaaaaar!!!”, grité con el hilito de voz que me quedaba. Fue inútil. Ya no había nadie en la privada. El coche había desaparecido. Regresé con mi nieta, la tomé entre mis brazos y las dos nos pusimos a llorar desconsoladamente. Nos arrullamos, nos reconfortamos y lo más bonito de todo fue que, poco a poquito, nos fuimos reconciliando con nuestro destino. En ese valle de lágrimas en que me encontraba, me llamé a mí misma a mi celular, decenas de veces. “¡Hola! Gracias por llamar. Me comunicaré contigo más tarde”, decía mi voz toda jovial y muy quitada de la pena. Me dejé miles de recados. Pero como no los pude escuchar, en ningún momento me reporté. ¿Por qué no me contestaba el chofer, o el cliente que subió después de nosotras y que seguramente se había llevado mi iPhone? Era tan bonito. Muy lisito y brillante. Tenía una cubierta con una pintura de Botero. La verdad es que mi iPhone y yo éramos inseparables. Las mejores amigas. Llevábamos juntas un año, dos meses y una semana. La conectaba todas las noches. A veces, mientras dormía, escuchaba su campanita, como anunciándome que me había llegado un correo. Siempre me daba la fecha y la hora exacta. Gracias a ella, revisaba todos los diarios, incluso los franceses. Cuántas veces no me salvó su agenda de citas comprometidas desde dos semanas antes. 

Cuántas veces no la consultaba para recordar todos mis passwords. Tenía una memoria prodigiosa. Se sabía todos los números de teléfonos de todas mis amigas, amigos, colegas, doctores, Cruz Roja, bomberos y políticos muy importantes. Todas las mañanas me despertaba con una fotografía nueva de Lu, tomada por su madre en Valle de Bravo. En una carpeta especial tenía más de 345 fotos. Unas eran de verdad históricas, como la de Michelle Obama y yo juntas, en otra, estoy con el gobernador de Durango, con José Narro y con el filósofo estadounidense Noam Chomsky. Pero sin duda, las más bonitas eran las 87 fotografías de mis cinco nietos (en todas las edades y circunstancias) y las 22 de mis hijos. También tenía fotos de Enrique, mi marido, cuando era chiquito y de más grande; tenía de mis papás y hermanos. Igualmente, tenía tres fotos de tres puestas de sol de Acapulco y de la carta que escribió Maximiliano antes de morir que tomé en el Museo de Las Intervenciones. En videos, tenía el festival de ballet de mi nieta María, bailando Can-Can, varias salas del Museo del Desierto en Saltillo, Coahuila, con imágenes de dinosaurios que filmé especialmente para Tomás, mi nieto, y María cantando “Mamma mía”. Lo que más apreciaba de mi iPhone era el orden en que tenía mi archivo personal. Conservaba correos desde 2003, textos a partir del 2009 y documentos de todo tipo.

Dicho lo anterior, confieso mi terrible dependencia hacia mi celular. Sin él, me siento desarmada, abandonada, olvidada, débil y sola. Estoy incompleta. No soy la misma. Soy su esclava. Tengo una “auténtica adicción” con mi celular. Pero no soy la única, hay en nuestro país 97 millones 580 mil 415 millones de usuarios. Siempre le viviré eternamente agradecida al padre del móvil, Martin Cooper, ingeniero estadounidense, reconocido con el Príncipe de Asturias por su “visionario ingenio”.

Con todo el dolor de mi corazón, tuve que reportar de pérdida a mi celular, ya nadie podrá usarlo. Dudo que aparezca, porque es ¡único! Hay mil 200 taxis en Valle de Bravo. No obstante, puse un mensaje en Radio Mexiquense, la estación que estaba escuchando el chofer, cuando me subí a su taxi el sábado pasado, justo frente a la librería. Si un lector o lectora se lo encuentra por allí, la recompensa es de 2 mil pesos y tres libros firmados. Allí se los encargo...

Leído en: http://www.zocalo.com.mx/seccion/opinion-articulo/lo-perdi

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por favor, sean civilizados.