Salvador Camarena |
Es lógico que la muerte de José Eduardo Moreira tenga más impacto, importe a más, que las de otras personas fallecidas en lo que conocemos como la guerra antidrogas. Y lo es, en principio, porque indica que matar a ciudadanos de apellido menos representativo en México ya no fue suficiente a los criminales, que ahora quisieron hacer sentir su poderío tocando a un miembro de la élite.
Para contribuir a una mejora real de las condiciones de seguridad en México, acompañar en este momento crítico a quienes por diversas razones hemos cuestionado en el pasado es lo más inteligente que podemos hacer. Conviene dejar suspendidas, o al menos no involucrar de inmediato, referencias sobre el polémico padre de la víctima, señalamientos que no solamente considero que no son pertinentes –porque hasta donde es posible ver no son objetivamente vinculantes con el asesinato– sino porque incluso son contraproducentes, pues regatear méritos al reclamo de este padre de familia y miembro de la aristocracia priísta pudiera ser visto como un debilitamiento del rechazo colectivo al aberrante acto del secuestro y homicidio de una persona.
El ex gobernador Humberto Moreira es hoy una víctima. Esa calidad, que como todas las víctimas no agradece ni por un segundo, no le exime de eventuales responsabilidades que sobre su gestión pública se le pueda hacer en el futuro mediante los mecanismos formales de rendición de cuentas. El caso es que no hay que revolver asuntos de naturalezas diferentes.
Si hay asesinatos de figuras tan prominentes se debe a que no ha habido ni gobernantes ni ciudadanos capaces de marcar mucho antes el punto de inflexión de rechazo total a estos actos. Hace dos años mataron en Tamaulipas a un candidato a gobernador, que era ya prácticamente el ganador de la elección, y ese hecho tan grave no representó un límite. Han asesinado a alcaldes como el de La Piedad, o al de Santiago, Nuevo León, para hablar de apenas dos de la treintena de ediles asesinados en este sexenio, y eso no ha significado el punto de hartazgo nacional que diera pie a la articulación de alguna respuesta que no sea la dinámica de recriminaciones mutuas, que es lo opuesto a un rechazo sin fisuras ni pretextos partidistas. Luego de Rodolfo Torre y, por mencionar a alguno, del homicidio del edil de La Piedad, Ricardo Guzmán, ¿hay alguien que se sorprenda al ver el punto al que llegamos la semana pasada?
Con la muerte de José Eduardo Moreira es el Estado en su conjunto el que ha sido retado. Nada de malo hay en que altos representantes de las fuerzas armadas y de la policía federal se hayan apersonado en Coahuila al día siguiente del homicidio. Menos de malo tiene que se involucre directamente en el caso el secretario de Gobernación. Al contrario. El hecho de que no hay margen para que este suceso quede en la impunidad hace posible albergar la esperanza, así sea mínima o ingenua, de que algo pudiera cambiar en los gobernantes. Por el contrario, si un golpe a la élite se queda sin castigo, la intemperie para el resto de los ciudadanos lucirá más inclemente.
Cierto que habrá que exigir que la atención para este caso no se traduzca en una política de doble rasero, donde a unos si se les procura justicia y a otros no. Pero para eso, llegado el momento, están los medios. Sin embargo, cuestionar de arranque los antecedentes o el contexto de la víctima recuerda aquel triste momento en que un gobernante de la izquierda minimizó una protesta de hartazgo ante la inseguridad, que hizo crisis con el asesinato de dos jóvenes de buena posición económica, porque era de “pirruris”. Nadie ganó con esa descalificación.
Hoy toca exigir justicia por José Eduardo Moreira, como antes fue menester hacerlo por otros. Hoy por el hijo de un poderoso, en la esperanza de que al verse tocada, la élite movilice inteligencia, dedicación y empatía que sin duda le han faltado en miles de casos. Vale la pena volver a intentar que, una vez ocurrida la triste circunstancia, una muerte se convierta por fin en el parteaguas.
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