Este texto es un fragmento del libro “Historia mínima de la transición democrática en México”, publicado recientemente por El Colegio de México, reproducido con autorización de su autor.
México vivió una auténtica transición democrática entre 1977 y 1996-1997. Fue lo que hizo posible la alternancia pacífica y participativa en la Presidencia de la República en el año 2000. La transición fue un proceso, no un acto, una serie de conflictos que demandaron reformas para transformar las normas, las instituciones y las condiciones en las que transcurrían nuestros procesos electorales, pero sus efectos fueron mucho más allá de la esfera comicial.
Cualquier observador medio de la vida política pudo entonces constatar que el país transitó de un sistema de partido hegemónico (como lo llamó Giovanni Sartori) a un sistema plural de partidos, de elecciones sin competencia a elecciones altamente competidas, y ambos fenómenos anudados transformaron el mundo de la representación. De un espacio habitado (casi) por una sola fuerza política a otro colonizado por la diversidad política.
Hay quienes dicen que se trató solo de un cambio de carácter electoral. Pero quienes eso afirman se equivocan, por no entender la centralidad que en un régimen democrático desempeña el “pequeño mecanismo comicial”. A partir de las modificaciones en el espacio de la representación, el propio régimen de gobierno se transformó: pasamos de una Presidencia omnipotente (o casi) a un Ejecutivo acotado por otros poderes constitucionales; de unCongreso subordinado en lo fundamental a la voluntad presidencial a otro cuya dinámica se explica por la coexistencia de un pluralismo equilibrado; de un federalismo nominal pero altamente centralizado a un federalismo genuino todavía primitivo, e incluso de una Suprema Corte de Justicia que durante años tuvo una escasa relevancia en el terreno de la política a una Corte que en muchos momentos actúa como auténtico árbitro en los conflictos que se suscitan entre diversos poderes.
Los cambios producidos en esas dos décadas sirvieron para “deconstruir” un régimen autoritario (casi) monopartidista —en el cual el presidente de la República carecía de auténticos contrapesos en el entramado estatal— y para edificar una germinal democracia.
Además, la transición democrática mexicana es singular. Se distingue de lo que pasó en los países meridionales de Europa (España y Portugal) y en la Unión Soviética y los países que giraban en su órbita, porque en todos esos casos fue necesario un momento fundacional de las nuevas democracias. Fue imprescindible generar nuevas constituciones que permitieran la coexistencia de la diversidad política, porque los ordenamientos constitucionales anteriores la perseguían. En ese sentido, México tenía una gran ventaja: la existencia de un marco constitucional vigente en el que explícitamente se consideraba a nuestro país como una república democrática, representativa y federal, en la que se celebraban periódicamente elecciones para los cargos ejecutivos y legislativos.
Pero la mexicana también se distingue de las transiciones democráticas en muchos países de América Latina (Argentina, Chile, Uruguay, etc.), porque en ellos la transición fue prácticamente la vuelta a un pasado que había sido suprimido por los golpes militares que instauraron gobiernos de facto castrenses. En México no. El nuestro era un sistema autoritario (no dictatorial, menos totalitario), al que le faltaban dos piezas para transmutarse en democrático: un sistema plural de partidos representativo de las diversas corrientes políticas que cruzaban al país y un sistema electoral capaz de ofrecer garantías de imparcialidad y equidad a los contendientes y a los ciudadanos. Y esas dos piezas, repito, fueron edificadas entre 1977 y 1996-1997.
La “mecánica” de esa transformación puede resumirse, de manera burda, así: una conflictividad creciente reclamó operaciones reformadoras para que corrientes político-ideológicas, hasta ese momento artificialmente marginadas del mundo político electoral, pudieran integrarse al mismo. Una vez que nuevas y añejas oposiciones entraron al espacio electoral o refrendaron su vocación por contender por los cargos públicos mediante elecciones, demandaron condiciones de imparcialidad en las normas, las instituciones y los operadores electorales, así como condiciones de equidad en la competencia. Enfrentamientos recurrentes, movilizaciones, espirales de conflictos fueron el motor que reclamó reformas sucesivas hasta que las mismas construyeron un terreno de juego medianamente parejo y un marco institucional capaz de garantizar que fuera la voluntad popular la que decidiera quiénes debían gobernar y quiénes legislar.
Es decir, los partidos acudieron a elecciones y gracias a ellas paulatinamente se fueron fortaleciendo, y a partir de ese fortalecimiento demandaron y lograron modificar de manera radical el marco normativo e institucional en el que transcurren las elecciones en nuestro país. El resto, con zigzags inherentes a la naturaleza de los comicios, lo realizaron los ciudadanos con su voto y su cambiante humor.
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