martes, 27 de agosto de 2013

Giovanni Papini - El acaparamiento de los Sosias

Giovanni Papini
1881 - 1956

El acaparamiento de los socias

New Parthenon, fin de noviembre

No tengo suerte para las colecciones. La de los gigantes se ha deshecho, la de los corazones me resultó pronto monótona y debe ser continuamente renovada. Había ideado otra que me parecía además de nueva, un gran recurso contra la melancolía. También ésta, en la que al principio fundé tantas esperanzas, ha acabado mal.




Había pensado muchas veces en la fortuna de los contemporáneos de los hombres que más admiramos. Los discípulos de Sócrates, los marinos de Colón, los actores de Shakespeare, los mancebos de Miguel Ángel, los servidores de Iván el Terrible o de Bismarck, me daban, en algunos momentos, envidia. Cada siglo es parco en grandes hombres, pero pudiendo reunir a los más grandes de varios siglos -como los vemos, por ejemplo, en el Limbo del Dante o en los Diálogos de los Muertos de Fontenelle-, se podría construir una compañía muy honorable. Tenerlos en bustos o retratos, muertos y mudos, es lo mismo que nada. Un miembro de la S. F. P. R., que se hallaba en correspondencia con Conan Doyle, me dijo, una vez que le hablé de este sueño mío, que no era cosa imposible evocar una asamblea de espíritus superiores, si consiguiese tener a mi disposición un buen número de médiums de primer orden. Pero, en verdad, de aquellas pretendidas comunicaciones de genios difuntos -transmitidas por viejas señoras nerviosas y profesionales sospechosos- no me fío bastante. Yo soy un viviente y deseo personas vivientes y no mensajes dudosos y divagaciones espiritistas.

Había renunciado a esta nostálgica fantasía, cuando encontré en un restaurante nocturno a un joven que se parecía perfectamente a los más populares retratos de Byron. Si hubiese llevado el cuello desnudo y una capa estilo corsario, se le hubiera tomado por el poeta de Don Juan. Pregunté quién era: se trataba de un estudiante de filosofía, rico y ensoberbecido. No pude pensar, por eso, en ofrecerle que viniese a vivir conmigo para ser el primer número de mi colección, pero pude entrever el buen camino.

La naturaleza se repite. Esparcidos por el mundo, entre los centenares de millones de hombres de raza blanca, se debe encontrar, en cada generación, la réplica casi perfecta de algún genio pasado. Con algún retoque, endosándole el vestido de su modelo muerto, uno puede llegar a tener la ilusión de aquella casi identidad.

No perdí tiempo. Me procuré la misma semana un profesor de fisonomías y un retratista, que se había dedicado también a la pintura histórica, y les di el encargo de ir viajando por Europa, por las grandes y pequeñas ciudades, para buscar y recoger el mayor número de sosias posibles de las antiguas celebridades, sin parar en gastos ni dificultades. Los dos se tomaron la cosa muy en serio, se proveyeron de ricos álbumes iconográficos -obtenidos con fotografías de cuadros y con innumerables retratos sacados de los libros y revistas- y un mes después se marcharon.

Me escribieron muy a menudo, pero principalmente, para pedirme más dinero y para decirme que la empresa era mucho más difícil de lo que habían creído. Después de cinco meses de batida por todas las rutas, habían conseguido alistar solamente un Cervantes y un Rafael y se hallaban en tratos para un Ibsen. Había encargado que me trajeran únicamente genios de celebridad universal: Sucesivamente recibí la noticia de que habían acaparado a un Tolstoi, un Voltaire y un Napoleón I. Más tarde pudieron descubrir un Sócrates y un Shelley. No bastaban: quería comenzar con una docena al menos. Persistieron un año entero para encontrar los otros cuatro, que fueron un Víctor Hugo, un Schiller, un Nerón y un Cromwell.

Cuando los doce sosias ilustres llegaron a New Parthenon no quise verlos. El pintor debía primero pensar en retocar las fisonomías -pelo, colorido-. y hacer cortar para cada uno vestidos iguales a los que llevaban los personajes a quienes debían sustituir. Y como la mayor parte de mis ejemplares eran gente poco culta y no sabían inglés, llamé a algunos profesores de lenguas y de historia a fin de que los preparasen para el papel que debían representar. Entre una cosa y otra no pude disfrutar de la original colección hasta dos años y medio después de haberla ideado.

Pero todos los gastos y fatigas realizados por mí y por mis colaboradores no me han proporcionado la satisfacción que suponía.

La primera vez que vi reunida mi colección de genios vivientes, el efecto fue bellísimo. La semejanza era en todos alucinante. El obeso Nerón, envuelto en su púrpura, que me miraba a través de una esmeralda, era impecable. A su lado el pequeño Ibsen, con sus patillas de perro de lanas y las granaes antiparras sobre la nariz ganchuda, parecía de veras el autor de Peer Gynt. El hocico de fauno maligno de Voltaire, bajo una peluca muy bien hecha, me gustó mucho. El joven Rafael, un poco amarillo, extenuado y patético como en el retrato de los Uffizi formaba un extraño contraste con la cabeza severa y resuelta de un Cromwell, encerrado en su lustrosa coraza. Víctor Hugo, con la barbita blanca y los ojos grises, estaba sentado majestuosamente al lado de una especie de fauno malicioso e ingenuo que el mismo Platón hubiera contundido con Sócrates. El rostro alargado, noble y digno de Cervantes, contrastaba con el aspecto de viejo mujik de Tolstoi. Schiller, largo y delgado, parecía salido de un sanatorio trágico. Napoleón, con su abrigo gris que se hinchaba sobre el vientre redondo, severo y pálido de rostro, estaba separado de todos.

El desastre comenzó cuando éstos, atendiendo a mi invitación, comenzaron a hablar. Los maestros les habían hecho aprender a cada uno algunas frases que se refiriesen a la vida de sus sosias muertos, pero hallándose todos juntos, y en presencia del amo, la mayoría de ellos se turbaron y se produjo la más grotesca confusión del mundo.

El falso Sócrates -que era un mendigo analfabeto recogido en Bucarest- repetía como una urraca, con pésimo acento inglés: « ¡Sólo sé que no sé nada! ¡Sólo sé que no sé nada! » Nadie le miraba, pero cuando el pequeño Ibsen exclamó, con una vocecita ronca: « ¡Eres el mismo! », todos se echaron a reír.

El falso Voltaire -un pastelero de Burdeos-procuraba decir en francés: Calomniez! Calomniez! Ecrasez l'infáme!, pero tímidamente, como si sintiese vergüenza. Napoleón, quitándose el sombrero negro, gritaba: « ¡Soldados, cuarenta siglos os contemplan! », y golpeaba el suelo con la bota sin conseguir ningún efecto.

Nerón se levantó majestuosamente y pronunció balbuciendo, casi en voz baja: « ¡Los cristianos a las fieras! ¿Vive todavía mi madre?»

El falso Cervantes le miró con desprecio y comenzó a recitar: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo...»

Pero Schiller le interrumpió: « ¡Todos los hombres tengan alegría! ¡Cantad conmigo, oh millones, el himno de la alegría! » Pero su expresión era tan melancólica que se le hizo callar.

Comwell -un robusto docker de Liverpool-hizo ademán de querer hablar. pero yo ya tenía bastante. Salí a toda prisa de la habitación, molesto y disgustado.

Algunos días después quise probar a hablar a solas con mis huéspedes. Tolstoi -un pobre campesino del gobierno de Kiev- me confesó humildemente que no tenía nada que decir y que se contentaba con que le diese el dinero para volver a su casa.

Mandé llamar a Shelley, que era un agente de negocios de Brighton. Éste me declaró solemnemente que la poesía era la única voz de la divinidad universal y que en Prometea había que reconocer el símbolo de la civilización perseguida por los conservadores. Después de semejante inaudita revelación, me apresuré a licenciarle.

Tampoco la prueba salió bien con el seudo Victor Hugo, que era un empleado de Banca procedente de Niza. Éste me recitó un trozo de Notre Dame, que se había aprendido de memoria, y luego se lamentó de la comida perjudicial para su salud y de la vulgaridad de sus compañeros: « ¡Ni uno -gimió- que sepa jugar a la manilla!»

Algunos diálogos entre dos o tres que quise experimentar de nuevo como último ensayo no dieron resultado. El diálogo entre Nerón y Voltaire terminó casi trágicamente, pues Voltaire, ofendido por no sé qué palabras, se lanzó con las manos en alto contra el monumental Nerón y le arañó ferozmente cerca de los ojos. Una conversación entre Sócrates, Cervantes y Cromwell versó únicamente sobre los méritos y la gloria de los respectivos países y sobre el mejor medio de combatir el insomnio.

Los doce sosias se hallan todavía aquí, pero se marcharán la próxima semana. Están muy contentos de marcharse; pero me han pedido llevarse como recuerdo el vestido histórico que se endosan en las ocasiones solemnes.

Tomado de Gog





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