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Paz percibía en ese equilibrio inestable y tenso, una de las claves del régimen. El viejo gobierno priista se sostenía por esa tirantez. Los contrapesos del régimen eran fundamentalmente internos: dos facciones contrapuestas que no podían ignorarse. El Presidente era una especie de árbitro que mediaba entre las tendencias. La proverbial flexibilidad ideológica del priismo era, en buena medida, expresión del vaivén de sus tendencias.
Ése era, pues, otro PRI. El partido que ha recuperado el poder ya no es el partido bifronte que describía el poeta. La alternancia sirvió al PRI para reducirse a una sola facción y cohesionarse bajo el molde de la política mexiquense: disciplina, solemnidad y corrupción. El PRI de Enrique Peña Nieto no es el partido estructuralmente confrontado del siglo XX. La "casta política" barrió a su adversario. El gobierno federal ha limpiado las fricciones ideológicas. No quedan técnicos ni aparecen las ideas. El verdadero proyecto de la administración es el consenso, es decir, la falta de proyecto. No aparece una tensión entre la razón técnica y la estrategia política; no se percibe ya tirantez entre el proyecto y el método porque el propósito gubernamental es la simple gestión de sus respaldos. Lo importante es ganar votos del PRD aquí y votos del PAN allá, no qué hacer con esas alianzas. Lo importante es callar disidentes, no importa cuál sea el costo de su silencio. La sacralización del acuerdo ha servido a este gobierno sin orientación para tapar su carencia fundamental. El consenso ha quedado como el único valor porque el proyecto, si es que algún día existió, se ha diluido. La ocurrencia, esa salida casual que brota sin reflexión entre las prisas y las transacciones, vuelve a ser la moneda crucial de la política pública. La única brújula parece ser la negociación.
El gobierno de Peña Nieto es el gobierno de los operadores políticos. Negociadores sin mapa; gestores sin plan, delegados sin instructivo. Negocia lo que sea, pero negocia, parece ser la orden. Entrega lo que sea, cede lo que sea, pero firma. No pierdas el tiempo leyendo el contrato porque lo importante no es el convenio, es convenir. No importa que el acuerdo sea una estocada al "proyecto" del gobierno. Gobernar es transar.
Son ya muchas las muestras de una administración invertebrada. Hasta sus orgullos son dinamitados por efecto de esa obsesión negociadora. Se empeñó el gobierno federal en demostrar las bondades de una reforma educativa que introdujo criterios de mérito para el reclutamiento de los maestros. Gracias a los genios de la operación política, esa reforma ha quedado anulada. Por lo menos parcialmente, esa reforma terminó como un engaño. Un subsecretario de Gobernación ha negociado con la Coordinadora de maestros que la ley no les sea aplicada. Imagino su satisfacción por escribir un documento en el que aparecen su firma y la de los disidentes. ¡Logré un acuerdo con los disidentes! También enterré la reforma de mi gobierno pero eso es lo de menos... Orgullos de un operador político. El punto es que desaparecieron los contrapesos en el gobierno priista. La Secretaría de Hacienda, aquella presuntuosa cápsula de autonomía técnica, se ha convertido en otra sala de gestión clientelar. Te cambio un impuesto por un subsidio. ¿Tengo tu voto?
El impacto de esta transformación no es menor. La corrupción ha vuelto al centro de la política mexicana: los operadores políticos son su agente orgulloso. Hacen política con la chequera abierta porque creen que todo está a la venta. Es la política del soborno. Lo que se compra es barato, dicen los cínicos del Estado de México. Esa es la filosofía del gobierno federal.
http://www.reforma.com/blogs/silvaherzog/ Twitter: @jshm00
Leído en http://www.enlagrilla.com/not_detalle.php?id_n=28805
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