viernes, 6 de septiembre de 2013

Juan Villoro - Ruborizarse

Sergio Aldebarán ha padecido una de las más curiosas afecciones dérmicas que conozco. No se trata de un mal que pueda ser controlado por cremas o especialistas: su piel tiene complejo de culpa.
Mi amigo pertenece a esa minoría de rubios casi albinos que no se broncean. En dos horas de sol, pasa de la palidez a la dermatitis. Cuando fuimos de campamento a Puerto Escondido regresó como si hubiera estado en Chernobyl.
La dispareja apariencia de sus hermanos revela la accidentada procedencia de los genes familiares. Unos son morenos, otros castaños claros, otros parecen güeros de rancho. Entre los antecesores, hubo un bisabuelo nórdico que desapareció en los glaciares sin legar otra cosa que las facciones de mi amigo.




Los mexicanos tenemos tendencia a pensar que es posible vivir del envidiable accidente de ser rubio. Como los japoneses, privilegiamos las fisonomías ajenas a nuestra condición y suponemos que nacer con ojos azules ahorra trámites y aumenta el sueldo.
Esta actitud autodenigratoria nunca benefició al condiscípulo que revelaba sus secretos en las mejillas. Cuando el profesor de historia preguntaba los nombres de los emperadores aztecas, le bastaba dirigir la mirada al número 3 de la lista, Aldebarán, para saber que no llegaría ni a Acamapichtli.
Sergio se ponía rojo ante la amenaza de estar en falta. En su casa, los hermanos lo adoraban porque lo podían culpar de todo. Al ver un jarrón roto, la madre acariciaba con suave crueldad un cinturón del padre y preguntaba: "¿Quién fue?".
Los demás desviaban la vista a Sergio. El color subía a sus mejillas por mero nerviosismo. Eso bastaba para que recibiera el primer cinturonazo.
Cursábamos la preparatoria cuando descubrimos que el dinero nos alcazaba para comprar Padre Quino, brebaje de uva que no tenía corcho sino una corcholata del tamaño de una hostia de consagrar. Durante una borrachera que tuvo los efectos de haber bebido merthiolate, Sergio me confesó que su hermano Lencho estaba cojo por su culpa.
Lencho era el mayor de los Aldebarán. Según la leyenda familiar, iba a ser un astro del basquetbol y había sido pretendido por varias universidades de Estados Unidos. Una Semana Santa fueron de vacaciones al Hotel Canarios, en Cuernavaca, que tenía como dieciséis albercas.
Una de ellas estaba vacía. Sergio desafió a su hermano a lanzarse ahí de noche, con los ojos cerrados. Como Lencho vivía para romper récords, aceptó el reto, cayó sobre el concreto, se fracturó la rodilla en siete partes y el peroné en dos.
Desde entonces caminaba a destiempo y le decían Punto y coma.
Este era el momento de mayor dramatismo en la vida de Sergio, no sólo porque perjudicó a su hermano a causa de un desafío idiota, sino porque la víctima jamás lo delató. Lencho dejó de ser una promesa atlética y se convirtió en una especie de héroe moral.
En las reuniones familiares se refería a los soplones como si fuera un líder rebelde con oportunidades de ser traicionado. Él nunca denunció a Sergio.
Mientras tanto, mi amigo sufría como el poeta de Muerte sin fin, sitiado en su epidermis. Recordar su fechoría sin castigo lo llevaba a ponerse rojo de vergüenza. Esto hacía que los demás le atribuyeran el desastre del momento (recuerdo la noche en que, sin más prueba que su piel, fue responsabilizado de la desaparición del pájaro del reloj cucú).
En las cenas de los Aldebarán, ser rubio era visto como un defecto insuperable. "La sangre traiciona a los pálidos", me dijo alguna vez su hermana Cristi, que no he mencionado hasta este momento para no recuperar el nerviosismo que siempre me produjo.
Ante ella, mi piel era tan endeble como la de Sergio.
En los últimos 20 años me he encontrado un par de veces con el amigo al que la edad ha puesto aún más pálido. Ahora parece salido del Museo de Cera. La última vez que lo vi me dijo que el más moreno de sus hermanos se había convertido en un sociópata de peligro internacional.
Había desfalcado a varios empresarios y vivía en Canadá, donde una extraña ley otorga la ciudadanía o el permiso de residencia por cinco años a cambio de una fuerte inversión.
"Como no se pone colorado, se siente con permiso para engañar a todo mundo", comentó Sergio. Le dije que su comentario era racista y respondió: "¡Claro que no! Su problema no es ser moreno, sino haber crecido junto a un blanco que se ponía rojo por cualquier cosa.
Él sí fue racista: se aprovechó de mi piel para que yo pagara sus culpas".
Lo más extraño de ese encuentro fue que el gran drama de su vida, confesado en la euforia etílica del Padre Quino, había tenido un desenlace sorprendente. En forma dolorosa pero cierta, había ayudado a su hermano. Las fracturas de Lencho acabaron con la fantasía de triunfar en el basquetbol de Estados Unidos sin ser negro ni medir dos metros, y la entereza con que las padeció lo transformaron en un teórico del bien y el mal.
Actualmente es experto en ética del Derecho y asesora a organismos multinacionales. "Le convenía no ser basquetbolista", le dije a Sergio.
Vi su rostro, y no se ruborizó


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