A la memoria de Seamus Heaney, poeta mayor, gran ser humano
Del deslumbramiento al apagón.
Este podría ser el editorial del primer ciclo del gobierno de Enrique Peña Nieto, marcado por una imagen de éxito hábilmente labrada y una realidad tercamente distinta. La especie de que nuestro país había dejado atrás el pasmo (“rigidez y tensión convulsiva de los músculos”) para dar paso al pasmo (“admiración y asombro extremados”) fue una verdad a medias. El Pacto por México cosechó dos buenas reformas constitucionales, ciertamente, pero la de telecomunicaciones no se ha traducido en una verdadera competencia televisiva (en dos sentidos, el de más opciones y el de más calidad) y la educativa ha mostrado el tamaño de las rebeliones que el resto de la agenda provocará. Por si fuera poco, la economía se encuentra en un estado deplorable y la reforma que más interesa a los empresarios, la energética, enfrenta una oposición que puede imbricarse con la lucha magisterial y los conflictos de las policías comunitarias y los grupos de autodefensa. En suma, la frase “mover a México” está adquiriendo una connotación telúrica, el entusiasmo de la prensa internacional está siendo sustituido por el desencanto y el “MeMo” (Mexican Moment) está en riesgo de trocar en el “MeMe” (Mexican Mess).
Los primeros temblores han provenido de la CNTE con epicentro en la capital. La cúpula de los maestros y los líderes políticos han negociado, pero entre las bases y la ciudadanía ha privado un diálogo de sordos. Unos reclaman su libertad de manifestación y otros se preguntan por qué el gobierno no pone orden como se hace en otros países. Va una primera respuesta: porque allá hay cuerpos policiacos entrenados y equipados para enfrentar disturbios callejeros aplicando sólo la fuerza necesaria para disuadir o someter y arrestar a los activistas que violan la ley, en tanto que aquí los enfrentamientos a menudo acaban en hechos de sangre que representan altos costos políticos. Cuando una organización popular sale a la calle, nuestras policías se limitan a contener la embestida de los manifestantes, y cuando las cosas se desbordan y tienen que usar la coacción pasan al otro extremo, el del cobro de agravios que implica golpizas y detenciones arbitrarias. Por eso el trato que las autoridades mexicanas dan a las movilizaciones sociales suele fluctuar entre la lenidad y el exceso de violencia.
Pero el problema es más profundo y amerita una segunda respuesta. Se trata de la ambigüedad de nuestra opinión pública provocada por nuestra ancha y honda desigualdad, de la que emanan dos Méxicos: el beneficiario de la globalización neoliberal y el que recibe apenas unas gotas de la riqueza que se crea. Entre ambos pulula una clase media (real o aspiracional) que escucha idiomas distintos. El caso de la reforma educativa ilustra esta torre de Babel. Desde abajo se esgrimen causas legítimas: la defensa de derechos laborales y la demanda de que la SEP invierta en capacitación y en la infraestructura de las escuelas, particularmente en las regiones más pobres. Desde arriba se apoya la evaluación al magisterio y el despido de quienes no aprueben los exámenes con un argumento igualmente válido: nuestra educación es muy mala y mientras las plazas se compren o se hereden y los malos maestros sigan ahí no saldremos del subdesarrollo. ¿Quién tiene la razón? ¿Hay que acabar con el capitalismo o mejorar la calidad de la enseñanza dentro de los cánones liberales? ¿Lucha de clases o clases de lucha? En medio del debate hay un imaginario colectivo que se encoge de hombros, oscila pendularmente y apuntala la contradicción.
Tengo la impresión de que, en general, la clase media respalda la reforma, repudia las marchas que desquician su vida cotidiana y, sin embargo, movida por un remordimiento de conciencia, acaba justificando a los rebeldes. Es una esquizofrenia estructural. Y es que, aunque está consciente de la corrupción sindical y considera razonable la propuesta de hacer a un lado a quienes no sean capaces de educar, también sabe de la pobreza en que viven los maestros de esos estados y a fin de cuentas avala la defensa de su fuente de trabajo. Por lo demás, esta ambivalencia es típica entre los mexicanos, para quienes la legalidad es, si acaso, un referente precario.
En este país, modernizar es contrarrestar la desigualdad. El gobierno priísta no podrá sustentar su estrategia mediática en torno a la eficacia si no entiende que el radicalismo antisistémico de los movimientos sociales se fortalecerá en la medida que prevalezca el abismo que divide a los dos Méxicos, cada uno con su lógica y su lenguaje. La reforma fiscal es clave. O es auténticamente redistributiva y sienta las bases de un Estado de bienestar, o sólo quedará espacio para una modernización autoritaria y desigual que invoque la ingobernabilidad.
Twitter: @abasave
Agustín Basave
COLABORACIÓN ESPECIAL
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