Hace una semana, el Jefe de Gobierno Miguel Ángel Mancera cumplió con el trámite de rendir el informe por su primer año en el puesto. Nunca mejor dicho eso de cumplir con el trámite. De las modalidades conocidas que tienen nuestros gobernantes para llevar a cabo este ritual, chaparras todas porque no hay debate en ellas, el mandatario capitalino eligió salir del paso con un discurso leído a toda velocidad, conformado por un aluvión de cifras y donde destacó la ausencia de uno de los temas más polémicos y delicados para la capital –el de los asesinatos del Heaven–.
En pocas palabras, Mancera dejó pasar la oportunidad de dar un mensaje a sus gobernados. Y así como llegó, rapidito, se fue a comer con sus amigos los gobernadores (convocó a un tercio de los ejecutivos estatales del país).
Por las razones que fuera, el actual Jefe de Gobierno ha decidido no convertirse en un líder visible. Parece haber renunciado a construir una figura de peso innegable. Ha optado por un perfil bajo. Incluso se puede decir que en lo que va de su administración ha minimizado su voz hasta volverse un actor secundario, ausente. El mejor ejemplo fue la crisis de movilidad urbana derivada de las protestas, bloqueos y plantones de la CNTE.
Un líder político, por definición, aspira a normar el debate y a marcar el rumbo en su comunidad. Eso es lo que se echa de menos de Mancera y, aparte, del Jefe de Gobierno.
Me explico: hoy algunos extrañan a ese funcionario que como Procurador de Justicia se caracterizaba por dar la cara pasara lo que pasara. De hecho, una de las mayores cualidades de Mancera como fiscal era la empatía que llegaba a construir mediante sus intervenciones en los medios de comunicación. Quién sabe por qué decidió renunciar a ese atributo.
Otros en cambio extrañan ni más ni menos que la figura de un Jefe de Gobierno fuerte, dominante, al que incluso se le toleraban desplantes de intransigencia como en no pocos momentos ocurrió con Andrés Manuel López Obrador y Marcelo Ebrard. Mancera no ha sido, no sabemos si será, ese tipo de Jefe de Gobierno.
La forma de ejercer el mandato elegida por Mancera permite ver que la capital está huérfana no sólo de una figura fuerte o de un perfil claro en el palacio del ex ayuntamiento, evidencia sobre todo la falta de opositores (cosa que ya había mencionado en otra columna) y, más importante aún, la ausencia de movimientos ciudadanos que retomen luchas que ya antes los capitalinos han dado.
Vale la pena buscar en librerías de viejo el libro Reflexiones privadas, testimonios públicos, de José Agustín Ortiz Pinchetti (Océano, 1997). En él, en apenas tres páginas, se consigna uno de los momentos más luminosos de la lucha democrática en la ciudad, ocurrida hace exactamente 20 años.
Ortiz Pinchetti narra como “desde su puesto de regente, Manuel Camacho anunció la realización de una reforma política profunda del Distrito Federal, que sería un legado de Salinas a los capitalinos. En los primeros anuncios se insinuaba que el Distrito Federal adquiriría plena autonomía política y que incluso podría convertirse en el estado número 32 de nuestra federación (…) Pero a última hora Salinas no quiso desatar la intensa agitación política que la reforma produciría en el Distrito Federal y dio marcha atrás. A fines de 1992, era claro que no la promovería”.
Más allá del anuncio del ex Presidente Salinas, un grupo de políticos ya discutían qué hacer en la capital, entonces gobernada a través de un regente, delegados por dedazo y de una naciente asamblea de representantes, que no de legisladores.
“Entonces surgió la iniciativa”, rememora Ortiz Pinchetti. Y esa iniciativa era un proyecto “muy ambicioso”, según el cronista: “un plebiscito ciudadano que pediría la opinión de los habitantes del Distrito Federal sobre los puntos nodales de la reforma” que habría que hacer en el DF.
Ortiz Pinchetti detalla cómo se creó un Comité Ciudadano de Vigilancia para legitimar el plebiscito, que fue presidido por Federico Reyes Heroles, y en el cual fungió como asesor jurídico Santiago Creel. De tal suerte, y luego de que los organizadores tuvieran “que remontar el bloqueo de los medios de comunicación”, el plebiscito se llevó a cabo el 21 de marzo de 1993. “El día de la consulta logramos atraer a más de trescientos veinte mil ciudadanos, que depositaron su voto en casillas organizadas y vigiladas por quince mil voluntarios. El costo total de todo esto fue de solo un millón de pesos, una centésima parte de lo que cuesta una elección oficial”.
Para el autor de Reflexiones privadas, testimonios públicos, “el plebiscito fue lo mejor que los grupos ciudadanos logramos en todo el sexenio (de CSG)”.
Hace apenas 20 años de eso. Muchos de los protagonistas de esa consulta andan por ahí. Tanto de los organizadores como de quienes votaron. Ellos pueden contar que en su tiempo hicieron, enfrentando a Salinas y a Camacho Solís, un ejercicio ciudadano ejemplar.
Hoy de nuevo se discute una reforma política para la capital. Si ustedes no han visto un ejercicio vigoroso de intercambio de ideas al respecto es porque por un lado Mancera no ha decidido impulsarlo (antes al contrario hay quien sostiene que ha dividido a los que han intentado llevar a cabo los propios). Pero también se debe a que quizá no hay grupos retomando la estafeta de lo ocurrido hace décadas en la capital.
En todo caso, Mancera no es el problema. La cuestión realmente grave es que hace 20 años, con mucho menos recursos y en un ambiente de cerrazón, pocos pudieron mucho. Hoy, con redes sociales y medios menos controlados, ¿quién puede sentirse orgulloso del nivel del debate sobre el destino de nuestra ciudad? Queda claro que el problema no es Mancera.
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