miércoles, 16 de octubre de 2013

Ciro Murayama - La cruzada antifiscal

México es un país de ingreso medio alto en la clasificación de Naciones Unidas, pero aquí viven 53.3 millones de pobres, el 45.5% de la población. En una situación de carencia por acceso a la alimentación se encuentra el 23.3% de los mexicanos, y 60 millones —una de cada dos personas— tienen un ingreso inferior a la línea de bienestar. No somos un país pobre, pero sí uno con muchos millones de pobres. Esa aparente contradicción se explica por el océano de la desigualdad, por la extrema inequidad en la distribución del ingreso: una familia en el último decil (el 10% que gana más) tiene un ingreso 31 veces más alto que el de una familia del primer decil (el 10% más pobre).






Esta es la peor característica de la sociedad mexicana y es ancestral. A lo largo de la historia del país no hemos resuelto el problema de la desigualdad y, por tanto, de la existencia masiva de la pobreza. Contamos así con escasa cohesión social. Ello es consecuencia, en buena medida, de no haber conseguido desarrollar el instrumento fundamental para la redistribución del ingreso en las sociedades capitalistas: un sólido sistema hacendario que cobre impuestos de manera progresiva y gaste fomentando el crecimiento (inversión en infraestructuras, por ejemplo) y la equidad (bienes públicos de calidad: educación, salud, transporte).

La discusión de las últimas semanas sobre la reforma hacendaria muestra, en una nuez, cómo somos indiferentes a la desigualdad, cómo se ha instalado un sentido mayoritario ultra individualista y cómo han triunfado los antivalores que cuestionan lo público y que ponen, por delante de toda consideración, el privilegio propio en demérito de toda noción colectiva de pertenencia a una sociedad.

Se ha borrado el principio de solidaridad económica (que pasa por la obligación de pagar impuestos) y sólo se deja cabida a la caridad: podemos donar un kilo de frijol ante una catástrofe, pero que no nos pongan IVA al alimento de las mascotas. Se critica —con razón— la defensa que hace el magisterio de sus privilegios en la educación pública, y acto seguido se reivindica el privilegio de no pagar IVA en colegiaturas para quien decide libremente enviar a sus hijos a escuela particular.

Tan ancestral como la pobreza es nuestra incapacidad para edificar un sistema fiscal robusto. El Colegio de México publicó en 2011 el libro “El fracaso de la reforma fiscal de 1961” en la colección Obras Escogidas de Víctor L. Urquidi. Medio siglo después de aquel tropiezo, nos enfrentamos de nuevo a un amplio consenso conservador anti impuestos que arranca en las cúpulas empresariales y sectores privilegiados (ahí está el cabildeo que documentó EL UNIVERSAL donde PricewaterhouseCoopers cobra un millón de dólares por “tirar” cada subida de impuestos), se extiende por los medios de comunicación dominantes y ahora cierra pinza con una izquierda que en materia hacendaria tiene un discurso cercano al Partido Republicano de Estados Unidos (en esa versión el problema es el gobierno, su ineficiencia y su corrupción, no la baja recaudación, ni la escasa inversión pública o la débil progresividad del gasto). A ello hay que agregar la nula vocación pedagógica del gobierno: Hacienda tiene elementos de sobra para demostrar que no es una reforma contra las clases medias, como se repite sin pudor una y otra vez, pero no muestra esa documentación crucial para un debate informado.

En este país recaudamos muy poco, apenas el 11% del PIB. Una tercera parte del gasto la financiamos con renta petrolera, un recurso no renovable. La inversión pública apenas roza el 5% por lo que crecemos a paso lento. Además los desastres de las últimas semanas —los más graves desde los sismos de 1985— exigen recursos ingentes para la reconstrucción y reubicación de poblaciones que viven en riesgo. Visto por donde se quiera, urge recaudar y gastar más. Pero eso poco importa: primero van privilegios y, después, también.

Twitter: @ciromurayama


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